El tiempo había pasado como un suspiro. Tres años desde aquella boda que aún vivía en mi piel como una cicatriz hermosa, también tres desde que Gabriel llegó a nuestras vidas con su llanto fuerte y sus ojos grises idénticos a los de Luca. La casa Moretti se había convertido en un refugio lleno de voces infantiles, risas que retumbaban contra los pasillos, y la constante certeza de que, a pesar de los peligros que nos rodeaban, habíamos conseguido algo sagrado: una familia.
Aquel día era uno de esos que parecían eternos en su simple perfección. El sol brillaba con intensidad, bañando el jardín en un resplandor dorado que hacía que las flores parecieran más vivas que nunca. Valentina corría descalza sobre el césped, con su vestido rosa ondeando como una pequeña bandera y su risa clara deshaciéndose en el aire. Tenía cuatro años, y cada día me sorprendía lo mucho que se parecía a mí y, al mismo tiempo, lo mucho que era de Luca: su mirada felina, el porte que incluso en su fragilidad infa