Aún así.
Isabella se hallaba en su habitación, sentada en el gran sofá, algo alejada de Lorenzo, quien se encontraba absorto en una videoconferencia con otros empresarios. Llevaba allí más de una hora, mientras que ella, con la mirada perdida, sumida en el pensamiento constante de que, desde que salió de la cabina de vinos, no había vuelto a ver a Dante.
Y eso, precisamente eso, le daba mala espina.
Sabía que él había salido de la cabaña, y la sola idea le apretaba el pecho. Lo sabía porque sentía que esa especie de huida repentina era por su culpa, y lo admitía en silencio, como quien se traga una confesión amarga.
Todo se estaba desmoronando de la peor manera, y ya no sabía cuánto más podía resistir. Por más que tratara de negarlo, en el fondo sabía que era su responsabilidad. Sus actos llenos de contradicciones habían creado un torbellino de emociones, y ese remolino estaba a un paso de convertirse en una tormenta eléctrica sin marcha atrás.
Suspiró, intentando no llorar. Se obligó a respi