Mundo de ficçãoIniciar sessãoÉramos hermanas. O al menos eso pensaba yo. Renata y yo compartimos todo: risas, secretos, amor, y un hombre que, por un tiempo, creímos que solo era mío. Pero, como todo en la vida, las apariencias engañan, y la confianza puede romperse con una simple decisión.
Ler maisNunca me había gustado celebrar mi cumpleaños. Me parecían excusas sofisticadas para llenar de ruido un día que, en el fondo, yo siempre quería pasar en silencio. Pero esa noche fue distinta… o al menos eso pensaba.
Me citaron en un salón del centro de la ciudad con la excusa de una “cena íntima”.
Renata, mi mejor amiga, me insistió durante días:
—No seas tan aburrida, tan amarga. Es tu cumpleaños, dale, ponte linda, no llegues tarde. Déjate querer, Alma, por una vez en tu vida.Y como siempre, terminé cediendo. Ella era tan intensa, tan insistente, que si no lo hacía no me iba a dejar en paz.
¿Y por qué no romper el molde y hacer algo diferente? ¿Qué tan mal la podía pasar?Cuando entré, me envolvieron las luces cálidas, los globos dorados y una multitud de rostros conocidos gritando:
—¡Sorpresaaaaaaaa!Casi se me cae el alma al suelo, no podía creer la cantidad de personas que estaban ahí.
No sabía si reír, llorar o salir corriendo. Pero ahí estaban todos: mis padres, mis amigos de la infancia, mis compañeros de trabajo. Incluso mi abuela, con el bastón y esa cara de “esto es demasiado para mi presión” (jajaja).Y en medio de todos… él.
Sebastián. Mi novio desde hacía cinco años. Mi refugio. Mi persona favorita. Mi mejor amigo, en fin, mi todo.
La multitud se empezó a mover y le abrieron camino para que se acercara a mí con esa sonrisa desprolija que siempre me desarmaba. Me tomó de las manos y me susurró al oído:
—Feliz cumpleaños, mi amor.Yo no entendía nada. Me temblaban las manos, el pecho, me temblaba la vida entera.
Pero lo que no sabía es que la noche recién estaba empezando.Entre risas, aplausos, música y copas de vino, Sebastián me pidió que subiera al pequeño escenario improvisado con luces de feria. Yo pensaba que iba a darme un regalo, o a hacer algún chiste, pero no: se arrodilló.
Siiiiii, ¡se arrodilló! Nooooo, gritaba mi mente. Alma, prepárate, va a suceder: se cumple el sueño de toda tu infancia, aquí está tu príncipe azul.
Sacó una cajita de terciopelo rojo con bordes dorados y me miró con los ojos más sinceros que había visto en mi vida.
—Alma… ¿te casarías conmigo?Sentí que el aire se escapaba de mis pulmones. El salón entero desapareció. Me quedé muda, con lágrimas nublándome la vista. Solo pude asentir con la cabeza el hermoso sí.
El salón estalló en gritos, aplausos, flashes de celulares.
Me abrazó fuerte, me besó apasionadamente. Yo sentía que tocaba el cielo. El sueño de niña hecho realidad.Brindamos, bailamos, me alzó en brazos mientras todos coreaban:
—¡Que vivan los novios!Renata no paraba de aplaudir, incluso lloró conmigo. Me abrazó como si de verdad compartiera mi felicidad, y me dijo:
—Hermana, este es el mejor día de mi vida. Verlos felices es todo lo que siempre soñé para ti. ¡Te amo!Yo no lo sabía, pero ese abrazo y esas palabras ya tenían veneno.
Entre todos esos rostros apareció uno que me incomodó: Ian. No lo veía desde hacía años, desde aquellas reuniones donde Renata siempre lo presentaba como “su novio oficial”. Él estaba ahí, recostado contra la barra, con un vaso en la mano y esa mirada entre divertida y cínica que nunca supe descifrar.
—Feliz cumpleaños, Alma —me dijo alzando la copa. —Gracias… —respondí, confundida. ¿Qué carajo hacía ahí? Renata lo había dejado hacía tiempo, pero por lo visto todavía era “bienvenido” en mis fiestas. O al menos en las que ella organizaba.Horas después, el salón era un carnaval. Música alta, copas vacías, gente bailando desaforada. Yo giraba y giraba, sonriendo como nunca. Me sentía elegida, amada, plena, totalmente amada.
Hasta que dejé de verlos.
A Sebastián.
Y a Renata.Me pareció tan raro que justo no encontraba a ninguno de los dos. Empecé a preguntar por ellos, pero parecía que se habían esfumado de la fiesta, “mi fiesta”. Hasta que por fin Sofi los vio.
—¿Has visto a Sebas? —pregunté. —Fue al baño —me dijo Ana. —¿Y Renata? —Creo que fue a buscar hielo.Una punzada me atravesó el estómago. ¿Por qué algo tan simple me incomodaba tanto? No sé si fue intuición o la amarga certeza de que a veces el corazón se adelanta a la verdad.
—Nooooo, Almaaaa —dije en voz alta—. No puedes estar pensando de esta manera, por favor. Quédate tranquila, tu amiga y tu novio serían incapaces de traicionarte.No hice caso a mis pensamientos y empecé a buscarlos. Tenía un presentimiento, un pálpito de que algo estaba pasando. Era muy raro.
Hasta pensé que había ocurrido algo malo, o que estaban preparando otra sorpresa para la noche. Pensaba: ¿será que me traen mariachis, o tendrán otro regalo?
Me intrigaba saber por qué no los encontraba.Los busqué en los baños, en los balcones, en la cocina. Y nada.
Entonces, no sé por qué, se me ocurre subir al segundo piso del salón. Un área “supuestamente” cerrada al público.
El silencio ahí arriba era distinto y pesadísimo.
Avancé por el pasillo oscuro, con el celular iluminando apenas el camino. Era medio escalofriante, y de repente empecé a escuchar voces susurrando un “no, no, no, por favor”. Y mientras seguía caminando, una silueta apareció en el extremo contrario. Me quedé helada. Era Ian.
—¿Aaaa Qué haces acá? —le pregunté en un susurro nervioso. Él me miró con esa calma rara que siempre lo rodeaba. —Lo mismo que vos… subí a fumar y escuché voces raras. No alcancé a decir nada más, porque entonces los susurros se convirtieron en gritos… hasta que pude definir que realmente eran gemidos de placer.los gemidos se hicieron insoportablemente claros. Mis manos sudaban, el corazón me golpeaba las costillas. Ian se quedó en la sombra, inmóvil, como si supiera que yo estaba a punto de descubrir algo que me iba a romper en dos.
Yo decía: no pueden ser ellos. Pensé devolverme, no quería interrumpir.
De repente, un sonido muy particular me hizo detener. Era la voz de él, sí, de Sebas, mi recién prometido.
—No… —susurré para mí—. No puede ser.Corrí hasta la sala donde salían los gemidos.
La puerta entreabierta dejaba escapar un hilo de luz. Y ahí estaban.
Renata, mi mejor amiga, con el vestido alzado hasta la cintura, apoyada contra la pared, gimiendo sin pudor, como una perra en celo.
Y Sebastián, mi futuro marido, con los pantalones bajos, pegado a ella, con la boca perdida en su cuello.El mundo se me derrumbó en un segundo.
Golpeé la puerta con violencia. Ellos se separaron sobresaltados, los ojos abiertos como ladrones sorprendidos. Yo empecé a aplaudir, despacio, con un cinismo que me quemaba las manos.
—¡Bravoooo! —dije con voz rota pero firme—. Excelente escena la que acaban de recrear. Son dos actores de primera, la verdad. ¡Un aplauso para los hipócritas, traidores, hijos de puta e infelices!Sebastián extendió una mano hacia mí, balbuceando:
—Alma… yo… puedo explicarlo. No es lo que parece…—¿No es lo que parece? —le grité, con la garganta hecha trizas—. ¡Te acabo de ver cogiendo con mi mejor amiga, pelotudo, el mismo día que me pediste casamiento!
—Por favor, déjame explicarte…
—¿Qué me vas a explicar? ¿Que estabas disfrutando cogerte a la perra de mi mejor amiga? ¡Eso es lo que me vas a explicar, hijo de puta!—Y tú… —dije señalando a Renata.
Renata bajaba la mirada, ajustándose el vestido, sin poder decir una palabra. Cobarde.
—No puedo creer lo desleal que eres —dije con la voz quebrada, tirándole el vaso con ginebra que tenía en la mano.
Sebas intentó detenerme, pero un grito desde mis entrañas hizo que lo soltara. Destrocé todo lo que tenía en el camino.
Al llegar al salón donde realizaban mi fiesta, mandé a apagar la música, corriendo a todos de ahí. Estaba realmente mal. Me tiré en el piso a llorar, con todo el maquillaje corrido y el corazón partido en mil pedazos.
El anillo brillaba en mi dedo como una burla. Hacía minutos había significado un “para siempre”. Ahora era un hierro ardiente que quemaba mi piel.
Porque el amor puede doler y aún así se perdona. Pero la traición… la traición de quienes juraron cuidarte… esa no cicatriza. Esa se queda grabada en el hueso.
Esa noche brindamos con vino blanco. El sabor era dulce, el trago lento… y el veneno, efectivo.
Y yo dejé de ser Alma.
Me convertí en un cuerpo vacío caminando por inercia. Una herida abierta. Un futuro en ruinas.Entre la gente que se iba murmurando y grabando, solo Ian no se movió. Se quedó apoyado en la barra, con los ojos clavados en mí. No dijo una palabra, no intentó acercarse. Pero esa mirada… esa maldita mirada me dio escalofríos. No era lástima. Era otra cosa. Como si hubiera encontrado en mi dolor un reflejo conocido.
Mi historia recién comenzaba.
¿Y si todo esto había sido planeado desde el principio?No habían pasado ni veinticuatro horas desde que Renata apareció en mi puerta, temblando, jurando que quería ayudarme. No había dormido, otra vez. Cada sombra en mi casa me parecía una amenaza. Cada ruido, un presagio.Pero nada, nada, me preparó para lo que vería esa mañana.El teléfono no dejaba de sonar. Mensajes, notificaciones, titulares. Cuando abrí las redes, lo vi. Una imagen congelada de Sebastián y Renata, sentados juntos, sonriendo frente a las cámaras. El titular me atravesó como un cuchillo:“Sebastián Álvarez y Renata Fuentes rompen el silencio: su versión de los hechos.”Me quedé inmóvil. Sentí el cuerpo helarse. El monstruo se movía… justo como ella lo había dicho.Ian llegó al departamento, con café y cara de advertencia. —No lo mires —dijo apenas cruzó la puerta—. No les des poder. Pero era tarde. El televisor ya estaba encendido.Allí estaban. Los dos. Perfectamente vestidos, radiantes, como si fueran los mártires de una historia torcida. El set parecí
No había dormido.Ni siquiera podía cerrar los ojos sin ver ese mensaje en la pantalla:“Muy buen show, Alma. Pero el público no sabe toda la verdad. TODAVÍA.”La voz de Sebastián seguía en mi cabeza, como una serpiente que se desliza despacio por el cuello.Había algo en el aire… una electricidad que olía a peligro.A la mañana, el timbre sonó con insistencia.Tres veces.No esperaba a nadie.Cuando abrí la puerta, sentí que el suelo se me movía.Renata.Estaba parada ahí, con lentes oscuros, labios secos, el cabello despeinado y un abrigo de diseñador que intentaba esconder su miseria.Tenía ese tipo de belleza que el dolor no destruye, solo retuerce.—Necesitamos hablar —dijo.Por un momento pensé que era una broma. Una cámara escondida, una trampa, cualquier cosa menos ella frente a mí.—¿Hablar? —solté una risa amarga—. ¿Qué palabra te queda después de todo lo que me hiciste?Se quitó los lentes. Tenía los ojos hinchados, pero no vi culpa… vi miedo.—No vine a pelear —susurró—. S
No dormí. Podría decir que fue por los nervios de la entrevista, pero no. Fue por la ansiedad de sentir que, poco a poco, por fin se iba a hacer justicia.Y esa mirada de Sebastián... Aún podía sentirla como un hilo invisible enredado en mi cuello, tirando con la fuerza exacta para recordarme que el juego todavía no terminaba.A las siete de la mañana, Ian ya estaba en mi departamento, esperándome para ir juntos a la entrevista. Él, como siempre, con un café cargado en la mano.—No quiero que parezcas una víctima —dijo mientras manejaba—. Quiero que el país vea a una mujer que se levantó del infierno. —Tranquilo —le respondí—. No tengo intención de verme como la pobrecita.Al entrar al estudio había más café, maquillaje sobre la mesa y un silencio espeso entre todos. El canal era una caja de luces. El olor a laca, a cables calientes y a perfume barato me mareaba un poco. Todos sonreían, todos fingían interés. Nadie entendía que, detrás de esa entrevista, se estaba gestando una gu
Eran las ocho de la mañana y estaba parada frente a la puerta de la oficina de la fiscal Lucía Barrenechea. El frío de la calle apenas me rozaba, porque lo que me quemaba era la certeza de que ese encuentro podía cambiarlo todo.Lucía abrió la puerta sin demasiada ceremonia.—Adelante. No perdamos tiempo —dijo con voz seca, de esas que no piden permiso.Entré y me senté frente a su escritorio. Tenía varios expedientes abiertos, la laptop encendida y una mirada que podía atravesar cualquier mentira.—Vamos directo al punto —empezó—. Necesito que seas clara y precisa. Esto no es un culebrón ni una telenovela. Es un caso legal. Con pruebas, evidencias y consecuencias penales.Tragué saliva y afirmé con la cabeza.—Encontré documentos falsificados a mi nombre. Sebastián mi ex prometido, me usó para crear una empresa fantasma sin que yo lo supiera. Firmó en mi nombre, movió dinero, todo sin mi autorización.Lucía tomó notas sin levantar la vista.—¿Cómo obtuviste esas pruebas?—un amigo ll
El día era soleado, pero en mi cabeza sólo había sombras.Ya no era la mujer rota que lloraba en el baño; era una mujer con el nombre manchado, el orgullo hecho trizas y una venganza legal en plena gestación. El sol me daba en la cara y no me calentaba: estaba fría por dentro, calculando.Estoy sentada en un bar discreto, con anteojos oscuros y un cuaderno abierto. Frente a mí, Ian —mi aliado más inesperado— revisa la pantalla de la laptop con esa calma que resulta amenazante. Entre papeles, cafés tibios y el aroma de tinta fresca, repasamos el plan. Cada movimiento tiene que ser perfecto. No hay margen para el error.—La fiscal Lucía Barrenechea es la única que puede mover esto sin venderse —me dice Ian, bajando la voz y señalando un expediente—. Tiene fama de recta... y de cabrona.Anoto sin levantar la vista.—Perfecto —respondo con firmeza—. Quiero a alguien que no le tiemble el pulso para romperle el culo a Sebastián.Ian asiente y me desliza su teléfono para que vea el Instagram
El sol se filtraba tímidamente por las cortinas del hotel. Abrí los ojos con una calma extraña —esa calma que llega cuando la rabia se ha convertido en plan—. El silencio de la habitación era espeso, como si el mundo se hubiese detenido después del caos de la noche anterior.Ian estaba sentado al borde de la cama, un café en la mano y una carpeta sobre las piernas.—Buenos días —dijo sin mirarme—. Dormís como alguien que ya decidió vengarse.Me incorporé despacio, cubriéndome con la sábana más por costumbre que por pudor. Mis ojos estaban completamente despiertos.—¿Eso es para mí? —pregunté, señalando la carpeta.—Sí. Pero te aviso: después de leer esto no vas a tener opción. O peleas… o te vas a hundir.Extendí la mano. Él me la entregó sin más.Empecé a hojear los documentos. Primero, la copia de una sociedad fantasma con mi nombre. Después, extractos bancarios, declaraciones juradas manipuladas. Mi firma, falsificada hasta en la caligrafía electrónica.—¿Qué es esto, Ian? —dije, s
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