TRAICIÓN BAJO LA COPA

TRAICIÓN BAJO LA COPA ES

Romance
Última actualización: 2025-06-25
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Resumen
Índice

Éramos hermanas. O al menos eso pensaba yo. Renata y yo compartimos todo: risas, secretos, amor, y un hombre que, por un tiempo, creímos que solo era mío. Pero, como todo en la vida, las apariencias engañan, y la confianza puede romperse con una simple decisión.

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Capítulo 1

LA COPA ROTA

Nunca me había gustado celebrar mi cumpleaños. Me parecían excusas sofisticadas para llenar de ruido un día que, en el fondo, yo siempre quería pasar en silencio. Pero esa noche fue distinta… o al menos eso pensaba.

Me citaron en un salón del centro de la ciudad con la excusa de una “cena íntima”.

Renata, mi mejor amiga, me insistió durante días:

—No seas tan aburrida, tan amarga. Es tu cumpleaños, dale, ponte linda, no llegues tarde. Déjate querer, Alma, por una vez en tu vida.

Y como siempre, terminé cediendo. Ella era tan intensa, tan insistente, que si no lo hacía no me iba a dejar en paz.

¿Y por qué no romper el molde y hacer algo diferente? ¿Qué tan mal la podía pasar?

Cuando entré, me envolvieron las luces cálidas, los globos dorados y una multitud de rostros conocidos gritando:

—¡Sorpresaaaaaaaa!

Casi se me cae el alma al suelo, no podía creer la cantidad de personas que estaban ahí.

No sabía si reír, llorar o salir corriendo. Pero ahí estaban todos: mis padres, mis amigos de la infancia, mis compañeros de trabajo. Incluso mi abuela, con el bastón y esa cara de “esto es demasiado para mi presión” (jajaja).

Y en medio de todos… él.

Sebastián. Mi novio desde hacía cinco años. Mi refugio. Mi persona favorita. Mi mejor amigo, en fin, mi todo.

La multitud se empezó a mover y le abrieron camino para que se acercara a mí con esa sonrisa desprolija que siempre me desarmaba. Me tomó de las manos y me susurró al oído:

—Feliz cumpleaños, mi amor.

Yo no entendía nada. Me temblaban las manos, el pecho, me temblaba la vida entera.

Pero lo que no sabía es que la noche recién estaba empezando.

Entre risas, aplausos, música y copas de vino, Sebastián me pidió que subiera al pequeño escenario improvisado con luces de feria. Yo pensaba que iba a darme un regalo, o a hacer algún chiste, pero no: se arrodilló.

Siiiiii, ¡se arrodilló! Nooooo, gritaba mi mente. Alma, prepárate, va a suceder: se cumple el sueño de toda tu infancia, aquí está tu príncipe azul.

Sacó una cajita de terciopelo rojo con bordes dorados y me miró con los ojos más sinceros que había visto en mi vida.

—Alma… ¿te casarías conmigo?

Sentí que el aire se escapaba de mis pulmones. El salón entero desapareció. Me quedé muda, con lágrimas nublándome la vista. Solo pude asentir con la cabeza el hermoso sí.

El salón estalló en gritos, aplausos, flashes de celulares.

Me abrazó fuerte, me besó apasionadamente. Yo sentía que tocaba el cielo. El sueño de niña hecho realidad.

Brindamos, bailamos, me alzó en brazos mientras todos coreaban:

—¡Que vivan los novios!

Renata no paraba de aplaudir, incluso lloró conmigo. Me abrazó como si de verdad compartiera mi felicidad, y me dijo:

—Hermana, este es el mejor día de mi vida. Verlos felices es todo lo que siempre soñé para ti. ¡Te amo!

Yo no lo sabía, pero ese abrazo y esas palabras ya tenían veneno.

Entre todos esos rostros apareció uno que me incomodó: Ian. No lo veía desde hacía años, desde aquellas reuniones donde Renata siempre lo presentaba como “su novio oficial”. Él estaba ahí, recostado contra la barra, con un vaso en la mano y esa mirada entre divertida y cínica que nunca supe descifrar.

—Feliz cumpleaños, Alma —me dijo alzando la copa.

—Gracias… —respondí, confundida. ¿Qué carajo hacía ahí?

Renata lo había dejado hacía tiempo, pero por lo visto todavía era “bienvenido” en mis fiestas. O al menos en las que ella organizaba.

Horas después, el salón era un carnaval. Música alta, copas vacías, gente bailando desaforada. Yo giraba y giraba, sonriendo como nunca. Me sentía elegida, amada, plena, totalmente amada.

Hasta que dejé de verlos.

A Sebastián.

Y a Renata.

Me pareció tan raro que justo no encontraba a ninguno de los dos. Empecé a preguntar por ellos, pero parecía que se habían esfumado de la fiesta, “mi fiesta”. Hasta que por fin Sofi los vio.

—¿Has visto a Sebas? —pregunté.

—Fue al baño —me dijo Ana.

—¿Y Renata?

—Creo que fue a buscar hielo.

Una punzada me atravesó el estómago. ¿Por qué algo tan simple me incomodaba tanto? No sé si fue intuición o la amarga certeza de que a veces el corazón se adelanta a la verdad.

—Nooooo, Almaaaa —dije en voz alta—. No puedes estar pensando de esta manera, por favor. Quédate tranquila, tu amiga y tu novio serían incapaces de traicionarte.

No hice caso a mis pensamientos y empecé a buscarlos. Tenía un presentimiento, un pálpito de que algo estaba pasando. Era muy raro.

Hasta pensé que había ocurrido algo malo, o que estaban preparando otra sorpresa para la noche. Pensaba: ¿será que me traen mariachis, o tendrán otro regalo?

Me intrigaba saber por qué no los encontraba.

Los busqué en los baños, en los balcones, en la cocina. Y nada.

Entonces, no sé por qué, se me ocurre subir al segundo piso del salón. Un área “supuestamente” cerrada al público.

El silencio ahí arriba era distinto y pesadísimo.

Avancé por el pasillo oscuro, con el celular iluminando apenas el camino. Era medio escalofriante, y de repente empecé a escuchar voces susurrando un “no, no, no, por favor”. Y mientras seguía caminando, una silueta apareció en el extremo contrario. Me quedé helada. Era Ian.

—¿Aaaa Qué haces acá? —le pregunté en un susurro nervioso.

Él me miró con esa calma rara que siempre lo rodeaba.

—Lo mismo que vos… subí a fumar y escuché voces raras.

No alcancé a decir nada más, porque entonces los susurros se convirtieron en gritos… hasta que pude definir que realmente eran gemidos de placer.

los gemidos se hicieron insoportablemente claros. Mis manos sudaban, el corazón me golpeaba las costillas. Ian se quedó en la sombra, inmóvil, como si supiera que yo estaba a punto de descubrir algo que me iba a romper en dos.

Yo decía: no pueden ser ellos. Pensé devolverme, no quería interrumpir.

De repente, un sonido muy particular me hizo detener. Era la voz de él, sí, de Sebas, mi recién prometido.

—No… —susurré para mí—. No puede ser.

Corrí hasta la sala donde salían los gemidos.

La puerta entreabierta dejaba escapar un hilo de luz. Y ahí estaban.

Renata, mi mejor amiga, con el vestido alzado hasta la cintura, apoyada contra la pared, gimiendo sin pudor, como una perra en celo.

Y Sebastián, mi futuro marido, con los pantalones bajos, pegado a ella, con la boca perdida en su cuello.

El mundo se me derrumbó en un segundo.

Golpeé la puerta con violencia. Ellos se separaron sobresaltados, los ojos abiertos como ladrones sorprendidos. Yo empecé a aplaudir, despacio, con un cinismo que me quemaba las manos.

—¡Bravoooo! —dije con voz rota pero firme—. Excelente escena la que acaban de recrear. Son dos actores de primera, la verdad. ¡Un aplauso para los hipócritas, traidores, hijos de puta e infelices!

Sebastián extendió una mano hacia mí, balbuceando:

—Alma… yo… puedo explicarlo. No es lo que parece…

—¿No es lo que parece? —le grité, con la garganta hecha trizas—. ¡Te acabo de ver cogiendo con mi mejor amiga, pelotudo, el mismo día que me pediste casamiento!

—Por favor, déjame explicarte…

—¿Qué me vas a explicar? ¿Que estabas disfrutando cogerte a la perra de mi mejor amiga? ¡Eso es lo que me vas a explicar, hijo de puta!

—Y tú… —dije señalando a Renata.

Renata bajaba la mirada, ajustándose el vestido, sin poder decir una palabra. Cobarde.

—No puedo creer lo desleal que eres —dije con la voz quebrada, tirándole el vaso con ginebra que tenía en la mano.

Sebas intentó detenerme, pero un grito desde mis entrañas hizo que lo soltara. Destrocé todo lo que tenía en el camino.

Al llegar al salón donde realizaban mi fiesta, mandé a apagar la música, corriendo a todos de ahí. Estaba realmente mal. Me tiré en el piso a llorar, con todo el maquillaje corrido y el corazón partido en mil pedazos.

El anillo brillaba en mi dedo como una burla. Hacía minutos había significado un “para siempre”. Ahora era un hierro ardiente que quemaba mi piel.

Porque el amor puede doler y aún así se perdona. Pero la traición… la traición de quienes juraron cuidarte… esa no cicatriza. Esa se queda grabada en el hueso.

Esa noche brindamos con vino blanco. El sabor era dulce, el trago lento… y el veneno, efectivo.

Y yo dejé de ser Alma.

Me convertí en un cuerpo vacío caminando por inercia.

Una herida abierta.

Un futuro en ruinas.

Entre la gente que se iba murmurando y grabando, solo Ian no se movió. Se quedó apoyado en la barra, con los ojos clavados en mí. No dijo una palabra, no intentó acercarse. Pero esa mirada… esa maldita mirada me dio escalofríos. No era lástima. Era otra cosa. Como si hubiera encontrado en mi dolor un reflejo conocido.

Mi historia recién comenzaba.

¿Y si todo esto había sido planeado desde el principio?

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