No había dormido.
Ni siquiera podía cerrar los ojos sin ver ese mensaje en la pantalla:
“Muy buen show, Alma. Pero el público no sabe toda la verdad. TODAVÍA.”
La voz de Sebastián seguía en mi cabeza, como una serpiente que se desliza despacio por el cuello.
Había algo en el aire… una electricidad que olía a peligro.
A la mañana, el timbre sonó con insistencia.
Tres veces.
No esperaba a nadie.
Cuando abrí la puerta, sentí que el suelo se me movía.
Renata.
Estaba parada ahí, con lentes oscuros, labios secos, el cabello despeinado y un abrigo de diseñador que intentaba esconder su miseria.
Tenía ese tipo de belleza que el dolor no destruye, solo retuerce.
—Necesitamos hablar —dijo.
Por un momento pensé que era una broma. Una cámara escondida, una trampa, cualquier cosa menos ella frente a mí.
—¿Hablar? —solté una risa amarga—. ¿Qué palabra te queda después de todo lo que me hiciste?
Se quitó los lentes. Tenía los ojos hinchados, pero no vi culpa… vi miedo.
—No vine a pelear —susurró—. S