No dormí.
Podría decir que fue por los nervios de la entrevista, pero no. Fue por la ansiedad de sentir que, poco a poco, por fin se iba a hacer justicia.
Y esa mirada de Sebastián...
Aún podía sentirla como un hilo invisible enredado en mi cuello, tirando con la fuerza exacta para recordarme que el juego todavía no terminaba.
A las siete de la mañana, Ian ya estaba en mi departamento, esperándome para ir juntos a la entrevista. Él, como siempre, con un café cargado en la mano.
—No quiero que parezcas una víctima —dijo mientras manejaba—. Quiero que el país vea a una mujer que se levantó del infierno.
—Tranquilo —le respondí—. No tengo intención de verme como la pobrecita.
Al entrar al estudio había más café, maquillaje sobre la mesa y un silencio espeso entre todos.
El canal era una caja de luces. El olor a laca, a cables calientes y a perfume barato me mareaba un poco.
Todos sonreían, todos fingían interés. Nadie entendía que, detrás de esa entrevista, se estaba gestando una gu