El dolor se acabó.
Las lágrimas ya no me servían. Lo único que quedaba en mí era rabia. Cruda. Ardiente. Un veneno que me recorría la sangre y me hacía sentir más viva que nunca.¿Querían destruirme?
Que lo intenten otra vez. No iba a suplicar, no iba a rogar, no iba a arrodillarme ante nadie.Renata me traicionó. Sebastián me engaño.
Pero lo peor de todo fue que me robaron la dignidad frente a todos; me exhibieron como una idiota en la fiesta que se suponía iba a ser el comienzo de mi vida.Ese recuerdo ardía en mi cabeza como una escena repetida mil veces: las copas, los aplausos, las luces... y ellos, sus cuerpos juntos, sus sonrisas falsas. La puñalada más cruel hecha espectáculo.
Ya no pensaba llorar por eso. Pensaba vengarme.
Y lo haría con la misma elegancia con que me traicionaron: frente a todos, sin que pudieran detenerlo.Volví a aparecer en redes —perfecta, impecable, sinuosa, letal—. La víctima se iba transformando en diosa. Publicaba frases cargadas de doble sentido, fotos con sonrisas indescifrables, y mis miradas explotaban en los chats privados de los que me seguían.
Y entonces, sucedió.
Renata publicó una foto: copa en mano, terraza de lujo, la leyenda: “Dejando atrás lo que me hacía mal. Madrid me espera.” En el reflejo del vidrio, Sebastián aparecía al fondo. Sonriendo.Apreté los dientes. La guerra estaba declarada.
Ese día Ian me invitó a un evento —el tipo de lugar donde las serpientes y los alacranes se juntan a beber del mismo veneno, donde el perfume caro cubre la verdad—. Tenía que ir. Tenía que estar impecable.
Preparé mi outfit con la precisión de quien se arma para la batalla: vestido negro, escote de venganza, perfume que gritaba “inolvidable”. No era una salida social; era una puesta en escena.
Entré con una maniobra calculada: sonrisa medida, ojos que no imploran sino que escrutan, presencia que decía «mírenme si quieren, pero no me toquen». Toda la sala me reconocía como mendiga o presa, según el bocado que quisieran tomar. Perfecto. Dejaría que eligieran mientras yo tejía.
Lo vi en la barra antes de que mi mente pronunciara su nombre: Ian. No vino con gesto de arrepentimiento ni de falsa ternura. Venía con la calma de quien conoce el fuego porque ya ardió. Vestía elegante, impecable; no había descuido en su aspecto: la amenaza venía vestida de etiqueta. Cuando nuestras miradas se cruzaron, algo eléctrico me recorrió el cuerpo; la rabia se mezcló con reconocimiento. Un fuego parecido al mío.
—Hola, Alma —dijo, con voz grave, suave, tan medida que pareció una caricia que pincha.
No permití que la sorpresa me dominara. Respondí con la frialdad de quien sostiene la leña antes de prender el fuego.
—Ian. Qué… puntual.
Se acercó como quien entra en una escena donde ya conoce el libreto. Su perfume olía a madera y humo, a decisiones mal dormidas. No había casualidades en su llegada; era una pieza que encajaba en el tablero que empezaba a mover.
—No vine a consolarte —susurró, lo justo para que me llegara—. Vine a contarte la verdad.
La palabra me golpeó. ¿La verdad? Mi sonrisa se afinó.
—¿La verdad? —repetí, con ese sabor ácido en la boca que había aprendido a usar como arma—. ¿Aún hay más? ¿Debo enterarme de algo más?
—Tengo información —respondió Ian—. Sebastián no solo te engañó: te usó. Te metió en negocios turbios sin que lo supieras. Usó tu nombre en contratos sucios para encubrir movimientos. Quiero mostrarte todo. ¿Puedes venir conmigo?
Sentí que el piso se me habría otra vez.
—¿De verdad? ¿Me engañó así, tan sucio...? —pregunté, con los ojos húmedos, pero sin quebrarme.
—Todo fue una estrategia. Una puesta en escena. Tú eras el escudo —dijo Ian, y sus ojos se encendieron con una ira reconocible.
Me quedé muda. Pero no lloré. Respiré hondo.
—Perfecto —dije—. Si jugaron conmigo… ahora juego yo.
Lo miré como se mira a un cómplice en medio de un crimen.
—Jugaremos los dos —contestó Ian con una sonrisa fría—. A mí también me jodieron. Renata me dejó cuando me di cuenta de en qué me metía; Sebastián me echó la culpa de todo. Lo peor es que lo habían planeado.
Un silencio denso nos cubrió.
Me puse en pie. Lo miré.
—Vamos. Seguimos esto en otro lado, ¿te parece?
Nos levantamos y nos fuimos a un hotel lujoso de la zona.
El ascensor subía lento, demasiado lento para la rabia que había estado masticando desde que Ian me contó la verdad.
—¿Cómo puede ser tan imbécil? —escupí, cruzando los brazos—. ¡Ese IDIOTA me usó! ¿A mí? ¡A mí! Como si fuera una pendeja IGNORANTE.
Ian apenas sonrió. No dijo nada; sabía que era mejor dejarme descargar.
—¿Sabes lo peor? Que me miraba a los ojos mientras me decía que me amaba. ¡Mientras me clavaba el anillo! Y yo, como una ESTUPIDA… suspirando. ¡Película romántica de bajo presupuesto! —bramé.
—Al menos el guion se puso interesante —murmuró Ian.
—¿“Interesante”? Esto ya no es drama, Ian. Es crimen organizado con final de telenovela sangrienta.
—Y tú eres la protagonista con hambre de justicia.
Me reí sin humor.
Ding. Piso nueve.
Entramos a la habitación. Cerré la puerta y caminé directo al ventanal. Mi cuerpo temblaba, no de miedo, sino de un huracán contenido que me devoraba por dentro. Ian me siguió con la mirada, atento, como si supiera que esa noche explotaría algo más que una verdad.
—¿Qué tienes para mostrarme? —dije sin mirarlo, con los brazos cruzados y el mentón en alto.
Ian no respondió de inmediato. Caminó hacia la mesa, dejó su celular y una carpeta; yo no me moví. De pronto, giré y lo empujé con fuerza contra la pared.
—¡Dime la verdad! —bufé, con la voz rota—. ¿Qué carajo sabes que yo no sé? ¿Qué más hizo Sebastián además de romperme el alma?
El golpe no lo sorprendió, pero la furia en mis ojos sí lo encendió.
Ian sonrió en el borde de la boca. —Estás hermosa cuando estás en guerra —murmuró.
No respondí con palabras. Lo volví a empujar, pero esta vez Ian me sujetó de las muñecas, rápido, preciso, como si me esperara. Me atrajo hacia él, pegándome a la pared, y sus labios chocaron con los míos en un beso inevitable. No fue dulce. Fue violento. Rabioso. Un grito silenciado de dos personas rotas que ya no querían fingir.
Lo mordí. Él respondió con un gemido ronco. La pasión se volvió incendio.
—Esto no es amor —susurré entre beso y mordida.
—Lo sé —contestó Ian, rozándome el cuello con los labios—. Es venganza. Y sabe… jodidamente bien.
La ropa empezó a sobrar. Las manos se perdían en pieles nuevas, pieles con historias viejas. Cada caricia fue un grito; cada roce, un reclamo. Lo monté sobre el sillón del hotel como quien reclama poder; en ese instante, mi cuerpo fue el único territorio que nadie podía quitarme. Ian me sujetó de la cintura, me miró a los ojos y, por primera vez, no vio fragilidad. Vio fuego.
—¿Estás segura de esto? —preguntó con voz rasposa.
—Estoy segura de algo —contesté, sin soltarlo—. Quiero destruirlos a todos. Y vos vas a ayudarme a empezar.
Lo besé de nuevo. Esta vez más lento, más oscuro, más decidido.
Afuera, la ciudad seguía su curso.
Adentro, yo no solo recuperaba el control; reclamaba mi corona.Planté la semilla del veneno. Y supe, con una certeza fría, que la regaría hasta verlos caer.