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LOS RESTOS DEL BRINDIS

El sol entraba apenas por las cortinas del cuarto cuando abrí los ojos. No sé cómo llegué hasta mi cama. No sé en qué momento alguien —¿mis padres? ¿ian? — me arrastró fuera del desastre en el salón.

Todo me dolía. La cabeza, los ojos, el corazón. Sobre todo, el corazón. Me miré al espejo y ahí estaba: el maquillaje corrido, la piel apagada, y ese maldito anillo brillando todavía en mi dedo como si nada hubiera pasado. Como si no me hubieran destruido la vida en una sola noche.

Lo primero que hice fue arrancármelo. Lo lancé contra la pared con tanta fuerza que rebotó y se perdió debajo del ropero. Quise gritar, pero lo único que salió fue un sollozo ronco.

Mi celular explotaba con notificaciones. Fotos. Historias. Etiquetas. Corazones rojos que ahora parecían cuchillos clavándose en mi piel.

“¡Felicitaciones, pareja hermosa!”

“Renata, tu cara de emoción me mató, ¡las mejores amigas!”

“Ese anillo es un sueño, Alma, ¡qué afortunada!”

Cada comentario era veneno.

Cada notificación, una carcajada del destino.

No lloraba. No todavía. Pero algo ardía dentro de mí.

Un incendio lento.

—¿Cómo puede seguir girando el mundo si el mío está hecho trizas? —susurré con voz áspera.

Me levanté tambaleante. Fui al baño. El espejo me devolvió una imagen que no reconocía: ojos hinchados, cuello enrojecido, la boca seca como desierto.

Pero seguía de pie.

Y eso, en ese momento, ya era un acto de guerra.

Mientras intentaba tragar un café frío y amargo, el celular vibró.

Un mensaje de Renata.

“Amiga, sé que estás dolida. No sé cómo pasó. Necesitamos hablar. Por favor.”

Solté una risa hueca.

¿Amiga? Esa palabra ahora me sonaba a maldición. Guardé el teléfono en la bata y salí al balcón. El aire frío me cortaba la piel, pero me mantenía consciente.

Fue entonces cuando la vi.

Valentina. Una excompañera de la facultad. Caminaba apurada por la vereda, hasta que levantó la vista, me reconoció y cruzó la calle como si hubiera visto a alguien a punto de saltar al vacío.

—¡Alma! —gritó—. ¡Alma, por Dios! Te estaba buscando.

La miré en silencio, desconfiada.

—¿Qué haces, Valen? ¿Todo bien?

—Sí… bueno, no. ¿Vos estás bien?

—Estoy… viva. Decime qué necesitas.

Tragó saliva. Sus ojos ardían de urgencia.

—¿Podemos hablar? No acá. En tu casa. Es algo que… no puedo decirte en la calle.

El corazón me empezó a latir fuerte. Un presentimiento oscuro me apretaba el pecho. Algo peor se acercaba.

—Dale, subí.

Ya en el departamento, la invité a sentarse.

—¿Quieres tomar algo?

—No. Gracias. No vine a eso. Vine a decirte algo que… quizá no debería. Pero si no lo hago, no me lo voy a perdonar.

Fruncí el ceño.

—Dime.

Valentina respiró hondo.

—Yo lo sabía. O al menos, lo sospechaba. Hace semanas. No tenía pruebas, pero anoche… todo encajó.

—¿Qué cosa?

—Renata y Sebastián. No fue un error, ni un impulso. Están juntos desde hace tiempo. Ellos lo planeaban.

El estómago se me encogió. El aire dejó de entrarme en los pulmones.

—¿Cómo… sabes eso?

Bajó la voz.

—Un amigo mío trabaja en la productora donde está Sebas. Los vio. Juntos. De la mano. En eventos privados. En viajes. Reían como si el mundo solo existiera para ellos.

Me quedé inmóvil.

Valentina dudó, pero continuó:

—Y lo peor… Sebas dijo que solo te pidió casamiento para “cerrar el ciclo”.

Sentí que el alma me explotaba en mil pedazos.

—¿Qué ciclo? —susurré, con un hilo de voz.

—El suyo, Alma. Porque se van del país. A Madrid. A vivir su historia de amor… libres, lejos de todo. Renata ya renunció al trabajo. Y Sebas vendió su auto. Se van… en unas semanas.

Silencio.

El reloj marcaba los segundos como golpes sordos en mi sien.

Valentina me miraba con culpa.

—Lo lamento. Preferí decírtelo yo, antes de que lo descubras con un boleto de avión en la mano.

Asentí lentamente. Mi boca se curvó en una sonrisa rota.

—Gracias por decírmelo. Aunque me haya explotado en la cara.

Me tocó el brazo con ternura.

—Lo siento tanto, Alma.

Pero yo ya no estaba ahí. Ya no era la misma.

Mi corazón estaba entrando en un modo que nunca había conocido: frío, calculador, peligroso.

De vuelta en mi cuarto, prendí el celular. Sabía que iba a doler, pero lo hice igual.

Nueva historia.

Renata. Sonriendo.

Unos boletos de avión en la mano.

Texto en pantalla: “Soñando en Europa”.

Y en el reflejo de sus lentes… Sebastián. Sonriendo detrás de ella.

No grité. No lloré. No rompí nada.

Me senté en el borde de la cama, abrí mi libreta…

Golpearon la puerta. Me sobresalté.

Abrí.

Era Ian. Con un café en una mano y una mirada que mezclaba sarcasmo y gravedad.

—Te traje combustible. —Me tendió el vaso—. Lo vas a necesitar.

Lo miré sin entender.

—¿Qué haces aquí? Y ¿Por qué me traes eso?

Se inclinó apenas, con un tono que me heló la sangre.

—Porque todo lo que creías seguro ya cambió. Y créeme… todavía no viste nada.

Lo tomé en silencio. El calor del café me quemaba los dedos, pero por primera vez desde anoche, no me sentí del todo sola.

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