No habían pasado ni veinticuatro horas desde que Renata apareció en mi puerta, temblando, jurando que quería ayudarme.
No había dormido, otra vez.
Cada sombra en mi casa me parecía una amenaza.
Cada ruido, un presagio.
Pero nada, nada, me preparó para lo que vería esa mañana.
El teléfono no dejaba de sonar. Mensajes, notificaciones, titulares.
Cuando abrí las redes, lo vi.
Una imagen congelada de Sebastián y Renata, sentados juntos, sonriendo frente a las cámaras.
El titular me atravesó como un cuchillo:
“Sebastián Álvarez y Renata Fuentes rompen el silencio: su versión de los hechos.”
Me quedé inmóvil.
Sentí el cuerpo helarse.
El monstruo se movía… justo como ella lo había dicho.
Ian llegó al departamento, con café y cara de advertencia.
—No lo mires —dijo apenas cruzó la puerta—. No les des poder.
Pero era tarde.
El televisor ya estaba encendido.
Allí estaban.
Los dos.
Perfectamente vestidos, radiantes, como si fueran los mártires de una historia torcida.
El set parecí