LA RUPTURA PÚBLICA

La noticia explotó como dinamita en una cristalería.

La pedida de mano. La traición. La amiga. El novio. Todo.

Se volvió viral más rápido que una mentira bien contada.

Las redes ardían.

“¡Qué fuerte!”

“Pobre Alma, la engañaron de la peor forma.”

“Siempre sospeché de Renata, esa sonrisa era falsa.”

“¿Y Sebastián? ¡Basura con traje caro!”

Desde la ventana de un café del centro, veía mi vida desmoronarse en tiempo real.

Cada notificación en el celular era como un latido desbocado, un corazón en ataque de pánico.

Comentarios. Memes crueles. Capturas de pantalla.

Incluso un hilo en T*****r con el título: “Las tres etapas de una traición: historia real en vivo.”

Y yo, claro… era la protagonista involuntaria del espectáculo.

Valentina llegó con dos cafés y se sentó frente a mí.

—¿Quieres que te ayude a escribir algo? —preguntó en voz baja.

Solté una carcajada seca, venenosa.

—¿Para qué? ¿Para explicar por qué me rompieron el corazón en 4K? —respondí, con una sonrisa más filosa que el filo de un cuchillo.

Ella bajó la mirada.

—Solo pensé que tal vez querrías contar tu versión.

—La gente ya inventó la historia. Y lo peor… es que se la creen. —Clavé la mirada en la taza de café—. ¿Sabes qué es lo que más me duele?

—¿Qué? —preguntó Valen, casi en un susurro.

—Que no me rompió el corazón solo él. Me lo rompió ella también. Renata. Mi hermana de la vida.

El silencio cayó sobre la mesa como un telón pesado.

—Perdón por no haberte advertido antes —dijo Valen con un dejo de culpa—. Pensé que eran chismes. Pero ya sabes todo… Lo planeaban. Lo de Europa nunca fue improvisado.

No lloraba. No temblaba.

Estaba vacía… pero en esa vacuidad nacía una calma extraña, peligrosa.

El celular vibró otra vez.

Mensaje nuevo.

Sebastián.

“Alma, sé que te hice daño. No hay excusas. Pero lo que pasó no borra lo que vivimos. Me equivoqué. Fue un momento de confusión. Te juro que te quise.”

Una carcajada quebrada se me escapó.

—¿Confusión? —repetí, saboreando el veneno de la palabra—. Ahora lo llaman así.

Valentina me miraba con los ojos grandes, como quien ve acercarse una tormenta.

—¿Y qué vas a hacer?

Bajé la voz, casi en un murmullo que helaba la sangre:

—¿Quieres que te cuente un secreto, Valen? El poder no está en la reacción. Está en la estrategia. En la calma… antes del huracán.

—Alma… —susurró ella, tragando saliva.

—No te preocupes. No voy a romper autos, ni rayar caras. Eso sería vulgar. Predecible. —Levanté la mirada y sonreí con una frialdad desconocida—. Voy a reconstruirme tan bien, que van a desear nunca haberme perdido. Y cuando estén cómodos, celebrando su paraíso en Europa… voy a enseñarles lo que significa el verdadero infierno.

Valentina abrió los ojos, aterrada y fascinada a la vez.

—¿No te da miedo?

—Lo único que me da miedo —dije, cruzando las piernas con una elegancia feroz— es seguir siendo la versión ingenua de mí. Esa Alma… murió la noche de la fiesta.

El aire entre las dos se volvió denso, cargado, eléctrico.

—¿Y qué necesitas de mí? —preguntó en un hilo de voz.

—Que no me cuestiones. Que me sigas el ritmo. Y que cuando todo empiece… no te asustes.

Ella me miró en silencio. Lo que veía en mis ojos ya no era dolor: era fuego. Un fuego que podía quemarlo todo.

Me puse de pie, recogí el bolso y lancé mi última advertencia:

—Y recuerda algo, Valen: los mejores movimientos… siempre se hacen en silencio.

Crucé la puerta del café con paso firme. El cielo estaba teñido de rojo, un presagio ardiendo en el horizonte.

Y entonces lo vi.

Ian estaba apoyado contra la pared del local, con un café en la mano y la mirada fija en mí.

El traje arrugado, la corbata floja, esa media sonrisa que parecía conocer secretos que yo todavía no había dicho.

—¿Qué haces acá? —pregunté, desconfiada.

Me extendió el vaso.

—Traje refuerzos. El tuyo estaba frío.

Lo miré, sin entender del todo.

—¿Y por qué me ayudas?

Se inclinó apenas hacia mí, lo suficiente para que solo yo lo escuchara.

—Porque lo de anoche fue solo el comienzo. Y vos… todavía no viste nada.

El corazón me dio un vuelco extraño. No sabía si había encontrado un aliado o un nuevo peligro.

Pero sí sabía algo: la partida ya estaba en marcha.

El café todavía humeaba en mis manos, pero lo que realmente me quemaba era su presencia. Ian.

El ex de Renata.

El fantasma que siempre flotaba en las historias a medias, en los silencios incómodos, en las sonrisas tensas cuando yo preguntaba de más.

Ahora estaba ahí, frente a mí, con esa media sonrisa torcida como si supiera exactamente lo que hacía al aparecer en mi vida en el peor momento.

—Así que TÚ… —dije, dejando la frase colgar en el aire.

—Sí —respondió sin vacilar, clavándome la mirada—. El ex. El descartado. El que ya pasó por lo mismo que tú, solo que antes.

Lo miré de arriba abajo...

—¿Y entonces qué? ¿Quieres hacer terapia grupal?

Él sonrió con calma, como si la ironía no le afectara.

—No. Quiero hacer estrategia.

Ese “estrategia” me atravesó.

Ya no hablábamos de corazones rotos. Hablábamos de guerra.

—¿Y por qué yo? —pregunté, aún con desconfianza.

—Porque ellos ya creen que te quebraron. —Se inclinó apenas hacia mí—. Y nadie ve venir a alguien que finge estar rota.

Me mordí el labio, aguantando una carcajada seca. Tenía razón, maldita sea.

—Vos odias a Renata tanto como yo.

—O más —corrigió él, con voz grave—. Porque yo ya sabía quién era. Tú todavía creías en su sonrisa.

Me quedé en silencio. Era cierto. Mi dolor todavía olía a sorpresa. 

—¿Y qué ganas conmigo? —le solté, directa.

—Lo mismo que tú. —Se acomodó la corbata floja, como si no tuviera apuro—. La satisfacción de verlos arder.

Bebí un sorbo del café, intentando ordenar el caos en mi cabeza. Sabía que aceptar su ayuda era abrirle una puerta a otro demonio. Pero al mismo tiempo… algo en mí se encendía.

Con Ian no había compasión, no había lágrimas. Solo rabia. Y eso era combustible puro.

—Está bien —dije al fin, bajando la voz—. Pero yo marco el ritmo.

Él asintió, con una sonrisa peligrosa.

—Perfecto. Entonces que empiece el baile.

Me giré para irme, pero antes de cruzar la calle escuché su advertencia:

—Alma… los monstruos no siempre están afuera. A veces nacen adentro, cuando les abrís la puerta.

Seguí caminando....

No lo sabía, pero yo ya había decidido dejar entrar al monstruo.

Porque esta vez… lo iba a usar a mi favor.

Lo que no sabía era la sorpresa que ian me tenía preparada...

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