El día era soleado, pero en mi cabeza sólo había sombras.
Ya no era la mujer rota que lloraba en el baño; era una mujer con el nombre manchado, el orgullo hecho trizas y una venganza legal en plena gestación. El sol me daba en la cara y no me calentaba: estaba fría por dentro, calculando.
Estoy sentada en un bar discreto, con anteojos oscuros y un cuaderno abierto. Frente a mí, Ian —mi aliado más inesperado— revisa la pantalla de la laptop con esa calma que resulta amenazante. Entre papeles, cafés tibios y el aroma de tinta fresca, repasamos el plan. Cada movimiento tiene que ser perfecto. No hay margen para el error.
—La fiscal Lucía Barrenechea es la única que puede mover esto sin venderse —me dice Ian, bajando la voz y señalando un expediente—. Tiene fama de recta... y de cabrona.
Anoto sin levantar la vista.
—Perfecto —respondo con firmeza—. Quiero a alguien que no le tiemble el pulso para romperle el culo a Sebastián.
Ian asiente y me desliza su teléfono para que vea el Instagram