Alfredo se apartó bruscamente de la mujer, como si el contacto con ella le hubiera quemado la piel.
Sus ojos, antes templados por la cortesía, ahora eran fuego puro.
—¡No vuelvas a besarme! —rugió con una furia que retumbó en las paredes.
Desde la entrada, Rossyn lo escuchó. Se quedó inmóvil por un segundo, con el corazón golpeándole el pecho.
Un tenue alivio le recorrió el alma.
Las flores que traía en sus manos cayeron al suelo, una a una, como si cada pétalo fuera testigo del dolor que aún no se atrevía a gritar.
Alfredo se volvió hacia ella. La sorpresa lo dejó sin aliento.
—¡Rossyn! —dijo su nombre como si no pudiera creer que estuviera allí, de pie, frente a él, tan real como los recuerdos que lo perseguían cada noche.
La otra mujer se giró también. Se llamaba Fátima. Siempre estaba cerca de él, pegada como una sombra disfrazada de amiga inofensiva. Rossyn jamás confió en ella.
Había algo en su sonrisa que olía a veneno.
—Rossyn, esto no es lo que parece —dijo Alfredo
Rossyn asin