Cuando Rossyn llegó a la casa de su infancia, un silencio pesado le dio la bienvenida.
Las luces del recibidor estaban encendidas, como si alguien la hubiera estado esperando en vela, pero en el aire flotaba un nudo de tensión que le oprimió el pecho. Sus padres, Hermes y Darina, la esperaban al final del pasillo, junto a la gran escalera de madera que crujía con cada segundo de vacío.
Hermes la miró con el ceño fruncido, la mandíbula apretada. Sus ojos, antes siempre cálidos, resplandecían ahora con una severidad que le hizo sentir el peso de su culpa antes de que siquiera abriera la boca.
—Padre… —comenzó Rossyn, con la voz temblorosa—. Lo… lo siento. Cometí un gran error. Me equivoqué, y me arrepiento de todo.
Por un instante, Hermes se mantuvo inmóvil, como si luchara contra los demonios de la decepción. Sus puños se cerraron y su pecho se hinchó.
Pero entonces, algo cedió en su mirada. Recordó a la niña que llevaba en brazos cuando era pequeña; recordó sus risas, sus sueños… y, mu