Rossyn rompió en llanto. Su rostro se desfiguró por la desesperación. Las lágrimas caían sin freno, ardientes, llenas de impotencia.
—¡Te juro que no! —sollozó, con la voz quebrada, su respiración descompasada—. No me crees… lo sé. Pero mañana… mañana te lo demostraré con una prueba de embarazo, ¿bien? ¡Te lo juro por lo que más amo!
Alfredo la miró. Había furia en su pecho, pero sobre todo, dolor.
—¡Rossyn! —la llamó con el alma hecha trizas, pero ella ya no lo escuchaba.
Dio media vuelta y se encerró en la habitación con un portazo que hizo temblar el aire. Alfredo quedó solo, inmóvil, en medio de la sala de la suite, sintiendo que el mundo se le caía encima.
La noche cayó como un manto oscuro y pesado. El silencio era casi insoportable. Solo se escuchaban, de vez en cuando, los sollozos ahogados de Rossyn al otro lado de la puerta.
Ella no dejaba de llorar. Se abrazaba a sí misma en la cama, como una niña asustada, perdida en un océano de emociones rotas.
«¡Es mi culpa!», pensó con