El teatro del hotel está iluminado con luces tenues, creando sombras que se mueven como espectros sobre las paredes. Me acomodo en mi asiento, sintiendo el peso de las miradas antes de verlas: Adriana, elegantemente recostada junto a Jesús, su vestido negro contrastando con su traje blanco. Sofía, unos asientos atrás, clavándome sus ojos como agujas envenenadas.
El show comienza, pero las luces y la música pasan como un sueño lejano. Mis dedos tamborilean sobre el brazo del sillón, siguiendo el mismo ritmo nervioso que noté en Jesús horas antes.
Cuando mi teléfono vibra, casi salto del asiento.
Diego.
Salgo del teatro con excusas susurradas, el aire fresco del pasillo golpeando mi rostro como un bofetón de realidad.
—¿Todo bien? —pregunta Diego, su voz cálida y familiar en el otro extremo de la línea.
—Perfecto —miento, mirando hacia el mar a través de los ventanales—. Solo un evento aburrido.
Hablamos de nada importante, de todo lo mundano que nos mantiene conectados. Pro