El sol de las tres de la tarde cae a plomo sobre la piscina, transformando el agua en un espejo de luz cegadora. Llego con mi toalla al hombro, buscando un rincón libre de miradas y recuerdos, pero el universo parece empeñado en jugar conmigo.
Ahí está él.
Jesús.
Recostado en una tumbona, con solo el traje de baño negro que se aferra a sus caderas como una segunda piel. Su torso desnudo, ese territorio que recorrí con mis manos, mis labios, mis dientes, brilla bajo el sol, marcado por gotas de agua o tal vez sudor. Adriana yace a su lado, su traje de baño rojo tan pequeño que apenas califica como ropa, su piel dorada reluciendo contra el blanco de la tela de su tumbona.
—¡Camila! —Adriana agita una mano, sonriendo, ignorando la historia entre nosotros, ignorando que yo siento que cada palabra suya es un cuchillo en mi costado —Únete a nosotros.
Camino hacia ellos con pasos que intento hacer seguros, sintiendo cómo el aire caliente quema mis pulmones. Mi traje de baño azul ci