El reloj marcaba las once y media de la noche cuando el auto de Camilo se detuvo frente a la mansión D’Alessio. La lluvia caía con fuerza, empapando el suelo de piedra del jardín y haciendo que los árboles se movieran con un gemido inquietante. Desde el gran ventanal del salón, Victoria observaba aquella tormenta con el corazón encogido.
Las luces estaban encendidas, el té seguía aún tibio sobre la mesa de centro, y el abrigo de su hijo goteaba en la entrada.
Marcos no había vuelto.
—Esto no es propio de él —dijo Victoria con voz ahogada, mientras se levantaba del sofá—. Nunca llega tan tarde sin avisar. Ni siquiera cuando tiene los días malos.
Camilo se pasó una mano por el cabello, mojado y alborotado.
—Fui hasta la empresa, Victoria. Pregunté al guardia y me dijo que Marcos salió poco después de las siete, pero no sabe hacia dónde fue. Su teléfono está apagado.
Victoria respiró hondo, intentando mantener la calma. Caminó hasta el retrato familiar sobre la chimenea y lo observó. Mar