La madrugada había caído sobre la ciudad como un manto pesado. La lluvia persistía, golpeando con fuerza los ventanales de la mansión D’Alessio, mientras el reloj marcaba las dos de la mañana.

Victoria caminaba de un lado a otro del salón principal, con el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el pecho. Había pasado toda la noche en vela, escuchando el eco de cada trueno y mirando hacia la puerta con la esperanza de que él apareciera.

Cuando por fin escuchó el ruido del motor apagándose frente a la casa, su corazón dio un salto. Corrió hacia la entrada, pero lo que vio la dejó helada.

Marcos entró tambaleándose, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos. Su abrigo estaba empapado, el cabello desordenado y su camisa abierta dejaba ver el cuello cubierto de lluvia.

El olor a alcohol lo precedía, fuerte, agrio, diferente al de los whiskys costosos que acostumbraba tomar. Este era más amargo, más barato… más triste.

—Marcos —dijo Victoria con la voz baja pero firme—, ¿dónde estabas?