El sol apenas comenzaba a filtrarse entre las cortinas cuando Isabella escuchó el sonido del claxon frente a la mansión. Se miró una última vez en el espejo: llevaba un vestido sencillo color lavanda y una chaqueta ligera. Su rostro, aunque aún mostraba rastros de cansancio, tenía algo distinto esa mañana: una determinación silenciosa.
Bajó las escaleras despacio. Doña Martha, al verla, sonrió con ternura.
—Va a hacerle bien salir, señorita —le dijo mientras le abría la puerta.
Isabella asintió con un gesto débil y, antes de salir, respiró hondo, como si se preparara para un nuevo comienzo.
Afuera, el auto de Charlotte la esperaba. Ella bajó rápidamente, con esa energía que siempre parecía rodearla como un rayo de luz. Al verla, la abrazó con fuerza, un abrazo largo, sincero, que rompió el hielo del tiempo que habían pasado sin hablar.
—¡Isa, por fin! —exclamó con un tono entre alegría y preocupación—. Pensé que tendría que escalar los muros de tu mansión para verte.
Isabella sonrió p