Nahia
Ni siquiera conozco su nombre.
La puerta se cierra con un golpe sordo, casi educado, un suspiro discreto como una caricia que se desvanece, un adiós que no dice su nombre, y sin embargo lo sé, lo siento en cada pliegue de mi piel tensa, en el silencio de repente demasiado vasto, en este aliento que se detiene en mi garganta, se ha ido, realmente se ha ido, y me ha dejado aquí, encerrada, sola, en este lugar sin referencias, sin ventana, sin cielo, sin hora, en esta jaula inmaculada que me devuelve mi reflejo sin piedad.
No me muevo.
Permanezco allí, de pie, temblando, descalza sobre el suelo frío, los muslos aún húmedos por lo que él ha provocado en mí, la blusa abierta, el corazón latiendo demasiado fuerte, el vientre contraído de vacío y de miedo, y esta sensación absurda de estar suspendida entre dos mundos, entre dos alientos, entre lo que él ha desencadenado en mí y lo que acaba de arrancarme dejándome así.
Ni siquiera conozco su nombre.
No sé nada de él.
Sólo sé de sus ges