Capítulo 40

Mi papá salió de la sala con una expresión tranquila, casi satisfecho. Me dio una palmada suave en el brazo y me sonrió como si esto fuera una gran oportunidad.

—Luego hablamos, Ana. Quiero que me cuentes más detalles —dijo con ese tono sereno que usaba cuando creía tener el control de todo.

Asentí sin decir mucho. Solo lo vi alejarse, sin saber si sentirme aliviada o más atrapada.

Cuando la puerta se cerró tras él, el aire en la oficina se volvió más denso. Fabián seguía allí, de pie frente a la ventana, fingiendo que revisaba su celular. Tranquilo. Como si nada.

Yo, en cambio, sentía la sangre arderme en las venas.

—¿A qué estás jugando? —solté al fin, con la voz temblando de rabia.

Él giró lentamente, alzando una ceja.

—¿Perdón?

—No te hagas el idiota, Fabián. No me amas, me desprecias, lo de anoche fue claro. Entonces dime de una vez… ¿a qué m****a estás jugando conmigo?

Él sonrió con cinismo y dejó el celular sobre su escritorio, caminando hacia mí con esa calma que me desesperaba más que cualquier grito.

—¿Te molesta que confíe en ti profesionalmente?

—No me jodas —dije en voz baja, intentando controlar el temblor en mis manos—. Esto no es confianza, es control. Sabías que no podía decir que no delante de mi papá. Sabías que él iba a emocionarse con este proyecto. Y lo usaste.

—¿Y tú? ¿No has usado nada nunca, Ana? ¿Ni a mí? —me respondió con una dureza que me hizo contener el aliento—. No te hagas la víctima. Tú entraste a este juego también.

—¿Qué juego, Fabián? ¿Tú crees que esto es un maldito juego? —solté, alzando la voz.

Se quedó en silencio. Me miró sin pestañear.

—No sé qué esperabas de mí —dijo al fin, con una amargura extraña en su voz—. Nunca te prometí nada.

—¡No, claro que no! —reí con desesperación—. Solo te acuestas conmigo cada vez que te da la gana, me haces sentir tuya y luego me escupes en la cara con tu indiferencia.

—Y aún así sigues aquí.

Eso fue lo peor. Porque tenía razón. Porque, a pesar de todo, seguía aquí. No porque quisiera. No porque él valiera la pena. Sino porque él no me dejaba ir.

—¿Sabes qué? —dije con la garganta apretada—. No necesito que me ames, Fabián. Pero al menos ten la decencia de no destruirme por deporte.

Él me miró fijamente. Algo en su mirada se quebró por un segundo… pero no dijo nada. No se acercó. No se disculpó. Solo volvió a su escritorio, tomó el celular y se sentó como si nada.

Y yo… salí de esa oficina con la frente en alto, aunque por dentro me estuviera cayendo a pedazos, y justo a mi salida entraba la esbelta verónica, que supongo que se fue a comer porque traía unas bolsitas de restaurante en su mano, - mira lo que traje - grito con una inocencia mientras se adentraba a la oficina de fabian con una estupida alegria

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