Amanecí antes de que sonara la alarma. Mi cuerpo estaba cansado, pero la idea de ver a mis padres me daba una calma que no sentía desde hacía meses. Me levanté, preparé una maleta ligera con lo justo, revisé la carpeta con los documentos de la alianza y me aseguré de llevar algo decente para la reunión del lunes.
Al salir al andén a buscar un taxi, lo vi.
Fabián.
Apoyado en la puerta trasera de su camioneta negra, vestido como si el mundo no lo tocara. Sus ojos escondidos tras gafas oscuras, el ceño levemente fruncido, la postura arrogante de siempre. Al lado, su chofer con la puerta abierta como si esperaran a alguien importante. No a mí.
—¿Qué haces aquí? —pregunté apenas salí a la calle.
—Sube, no quiero llegar tarde —respondió seco, sin un rastro de cordialidad.
Me detuve un segundo, pero terminé obedeciendo. No por él, sino por profesionalismo. No iba a dar el show de negarme en plena calle. Subí sin decir palabra y me acomodé en el asiento trasero. El viaje comenzó en sile