Amanecí antes de que sonara la alarma. Mi cuerpo estaba cansado, pero la idea de ver a mis padres me daba una calma que no sentía desde hacía meses. Me levanté, preparé una maleta ligera con lo justo, revisé la carpeta con los documentos de la alianza y me aseguré de llevar algo decente para la reunión del lunes.
Al salir al andén a buscar un taxi, lo vi. Fabián. Apoyado en la puerta trasera de su camioneta negra, vestido como si el mundo no lo tocara. Sus ojos escondidos tras gafas oscuras, el ceño levemente fruncido, la postura arrogante de siempre. Al lado, su chofer con la puerta abierta como si esperaran a alguien importante. No a mí. —¿Qué haces aquí? —pregunté apenas salí a la calle. —Sube, no quiero llegar tarde —respondió seco, sin un rastro de cordialidad. Me detuve un segundo, pero terminé obedeciendo. No por él, sino por profesionalismo. No iba a dar el show de negarme en plena calle. Subí sin decir palabra y me acomodé en el asiento trasero. El viaje comenzó en silencio, con el leve murmullo de la ciudad despertando mientras avanzábamos hacia la terminal aérea. Fabián no habló en todo el trayecto. Su celular vibraba cada tanto, pero apenas lo miraba. Parecía molesto, aunque con él nunca se sabía si era rabia o su estado natural. Yo me refugié en la ventana, viendo cómo Frunder se desdibujaba poco a poco. El vuelo fue igual: silencioso, incómodo. Nos sentamos separados. No me dirigió la palabra ni siquiera para confirmar el hotel. Fue como viajar con un extraño, uno que sabía demasiado de mí, pero al que yo ya no reconocía. Cuando llegamos a la ciudad, un carro de lujo nos esperaba en la pista. Él subió primero, yo detrás. No hubo palabras, apenas un gesto de su mano indicando que nos íbamos al hotel. Y qué hotel. Cinco estrellas, una fachada imponente, mármol por todas partes y un personal que parecía entrenado para hacer sentir diminuto a cualquiera. Subimos en el ascensor en completo silencio. Al llegar al piso, Fabián habló por primera vez desde la mañana. —La reunión con tu padre y su equipo es el lunes a las diez en punto. Están confirmados todos. Lo miré, confundida. —¿Y por qué llegamos hoy? Es sábado. Me lanzó una mirada indiferente, como si mi pregunta le diera flojera. —Porque decidí que era lo mejor. ¿Problemas? —No —respondí, conteniéndome. Cada palabra suya tenía filo, y yo ya estaba demasiado herida como para seguir sangrando. Entré a mi habitación sin decir más. Era preciosa. Una cama amplia con sábanas blancas, un ventanal que dejaba entrar la luz cálida de la tarde, un baño con mármol negro y una bañera que parecía sacada de un catálogo. Dejé mi maleta en la cama y comencé a sacar mis cosas. Quería ir a ver a mis padres esa misma tarde. Al menos ellos todavía eran un refugio. Revisé mi celular y confirmé con mamá por mensaje. > **Mamá**: “Te esperamos con una comida deliciosa. Tu papá está emocionado.” Sonreí. Tenía tantas ganas de ese abrazo, de ese olor a casa. Estaba alistando mi ropa cuando tocaron la puerta. Abrí. Era uno de los asistentes del hotel con una caja en las manos. —Señorita Gutiérrez, esto lo envía el señor Ariztizábal. Fruncí el ceño mientras tomaba la caja. Adentro, un vestido. Negro. Elegante. De esos que sabes que cuestan más de lo que podrías permitirte ahora mismo. Una nota pequeña acompañaba la prenda: > **"Para la cena del lunes. Nada más."** > —F Lo leí varias veces. Nada más. Claro. Con él, nunca hay espacio para emociones, solo órdenes disfrazadas de detalles. Dejé el vestido sobre la cama. No sabía si agradecérselo o prenderle fuego. No entendía su juego. ¿Por qué traerme dos días antes? ¿Por qué seguir invadiendo mis espacios? ¿Por qué insistir en aparecer cuando ya no había nada? Tomé mis cosas, me puse un vestido casual, algo fresco y sencillo, y salí directo a buscar un taxi. Necesitaba ese abrazo de mamá. Necesitaba sentir que aún quedaba algo real. Y sobre todo… necesitaba un día lejos de él.