Volver a mi ciudad natal siempre me dejaba una mezcla rara de nostalgia y peso en el pecho. Pero esta vez era diferente. Esta vez lo que me dolía no era el pasado… era el presente. Fabián. Su llegada repentina. Su presencia en la cena. Su discurso impecable. Su veneno disfrazado de cortesía.
No dije nada cuando se fue. Abracé a mis padres, agradecí la cena y me despedí con la excusa de que debía preparar unos documentos para la reunión del lunes. Mentira. Solo necesitaba salir de ahí antes de derrumbarme frente a ellos. Tomé un taxi en la esquina y me dejé llevar por el silencio. Las luces de la ciudad pasaban como manchas en la ventana. En mi pecho, un nudo que no sabía si era ira, tristeza o humillación. Tal vez todo junto. Cuando llegué al hotel, ya eran pasadas las diez de la noche. Subí directo al piso donde estaban nuestras habitaciones. El pasillo estaba silencioso, con esa quietud lujosa que solo tienen los hoteles de cinco estrellas. Caminé con paso firme, casi sin pensar, sin detenerme. Necesitaba enfrentarlo. Necesitaba preguntarle a qué estaba jugando. ¿Por qué había ido a la cena? ¿Qué ganaba con seguir apareciendo y luego enterrarme con palabras vacías? ¿Por qué me seguía mirando como si no le importara nada, cuando yo aún sentía que cada parte de mi cuerpo lo recordaba?, necesitaba hablar, y de una vez por todas que dejemos de rodeos y nos enfrentemos, necesito saber y que me dé respuestas de todo. Estaba doblando la esquina para dirigirme a su habitación era ahora o nunca, cuando estaba a punto de llegar ya estaba demasiado cerca. Y entonces… lo vi. Justo al llegar frente a su habitación. Verónica. Parada allí, como si estuviera en su casa. Con un vestido demasiado ajustado, maquillaje impecable, el cabello suelto y esa sonrisa de triunfo apenas disimulada. Tocaba la puerta con naturalidad, como si fuera rutina. La puerta se abrió. No pude ver del todo a Fabián desde donde estaba, pero su voz fue clara. —¿Qué quieres ahora? - dijo Fabian con un tono seco —Hablar… o no hablar —respondió Verónica con una risita—. Igual sabes que te haces el difícil, pero siempre terminamos… entendiendo lo que queremos. Ella se giró apenas, me vio. Me escaneó de arriba abajo y sin sorpresa. —Ay… Ana —dijo con una dulzura venenosa—. Justo te iba a buscar, pero Fabián y yo estamos ocupados ahora. ¿Le puedes dejar el informe en la mañana, sí? Sonrió. Esa sonrisa que no era inocente. Esa sonrisa que dolía más que cualquier grito. No respondí. No dije nada. Solo la miré, me tragué la bilis, me tragué el temblor en las manos, y di media vuelta. Caminé hasta mi habitación con el corazón atronando en mis oídos. Cerré la puerta, dejé caer la cartera en la cama y me senté al borde del colchón. Estaba entumecida. No era dolor. No era rabia. Era vacío. Ni una lágrima. Ni un suspiro. Solo un pensamiento: **No más**.