Volver a mi ciudad natal siempre me dejaba una mezcla rara de nostalgia y peso en el pecho. Pero esta vez era diferente. Esta vez lo que me dolía no era el pasado… era el presente. Fabián. Su llegada repentina. Su presencia en la cena. Su discurso impecable. Su veneno disfrazado de cortesía.
No dije nada cuando se fue. Abracé a mis padres, agradecí la cena y me despedí con la excusa de que debía preparar unos documentos para la reunión del lunes.
Mentira.
Solo necesitaba salir de ahí antes de derrumbarme frente a ellos.
Tomé un taxi en la esquina y me dejé llevar por el silencio. Las luces de la ciudad pasaban como manchas en la ventana. En mi pecho, un nudo que no sabía si era ira, tristeza o humillación. Tal vez todo junto.
Cuando llegué al hotel, ya eran pasadas las diez de la noche. Subí directo al piso donde estaban nuestras habitaciones. El pasillo estaba silencioso, con esa quietud lujosa que solo tienen los hoteles de cinco estrellas. Caminé con paso firme, casi sin pensar, si