Capítulo 44

Habían pasado tres semanas desde el último enfrentamiento real con Fabián. No hubo más llamadas a medianoche, ni mensajes insistentes. Tampoco se apareció de nuevo en mi casa intentando meterse en mi cama con ese discurso intoxicante que tantas veces me confundió. Y lo agradecía.

Mi vida, aunque todavía en ruinas por dentro, empezaba a ordenarse por fuera.

Cada mañana me levantaba temprano, me duchaba con agua muy fría —como si así pudiera borrar los restos de lo que alguna vez fue él en mi piel—, me vestía con ropa sobria pero elegante y tomaba el bus hacia la oficina. Había decidido no gastar más dinero innecesariamente en taxis. No por tacaña. Por dignidad. Quería recordar todos los días que yo podía sola.

Rosita me dejaba listo el desayuno y un pequeño tupper con almuerzo que me obligaba a llevar. Me lo preparaba con tanto cariño, como si supiera que ese pedazo de hogar en la oficina era lo único que me mantenía en pie.

—Mi niña, acuérdese de comer, ¿sí? No deje que ese señor la vea débil —me decía mientras me ajustaba la bufanda.

Yo asentía, sonreía como podía, y salía por la puerta con pasos firmes y el corazón hecho trizas.

En la empresa, la historia era otra. Fabián se había convertido en una versión aún más gélida de sí mismo. No me hablaba directamente, y cuando lo hacía, era por medio de frases cortas, mandatos secos, órdenes disfrazadas de comentarios administrativos.

—Revise el informe de Gutiérrez para las tres.

—Ocúpese de los detalles logísticos del evento.

—Necesito la proyección corregida antes del mediodía.

Nada de “hola”, ni de “por favor”, ni una pizca de humanidad en su voz. Y peor aún: lo decía frente a todos. Lo hacía para marcar distancia. Para recordarme que ya no era nadie para él. Que si alguna vez lo fui, ahora era menos que una asistente.

Verónica, como era de esperarse, se paseaba por los pasillos como si fuera la dueña del lugar. A veces, entraba a su oficina y cerraban la puerta. A veces, se reían de algo que yo no quería imaginar. Y otras veces, simplemente me lanzaba miradas de superioridad, como si dijera “yo gané”.

Pero yo no jugaba ese juego. No más.

Me dediqué a trabajar. A sacar adelante cada documento, cada informe, cada presentación. Si Fabián quería ver a la mujer que él mismo quebró trabajando como si nada, entonces eso vería.

—Ana, ¿puedes pasar un momento a la sala de juntas? —dijo Marcela, la secretaria, si había contratado otra secretaria, con la excusa de que yo ya no tendría tiempo para gestionar todo sola, me llamo una mañana de martes.

Caminé con mi portátil en la mano y el ceño ligeramente fruncido. No había reunión agendada.

Al entrar, Fabián estaba de pie junto a la pizarra, con una expresión que oscilaba entre el aburrimiento y el fastidio.

—Cierra la puerta —dijo sin mirarme.

Lo hice, aunque todo en mí gritaba por no quedarme sola con él.

—¿Qué necesitas? —pregunté, apoyando mi portátil sobre la mesa.

—El presupuesto de logística para la visita del grupo inversionista no está completo. Faltan las estimaciones del transporte, los viáticos, y la cena con los directivos.

—Los tenía listos. Te los envié esta mañana, antes de las ocho.

Él se volvió hacia mí, con los brazos cruzados.

—No estaban. Y si no estaban en mi correo, es como si no existieran.

—Los revisé dos veces —respondí, tratando de mantener la calma—. Puedo reenviarlos.

Él dio un paso hacia mí, ladeando apenas la cabeza.

—No quiero excusas, Ana. Este no es un juego de niños. No estás aquí porque te tenga compasión.

Me mordí el labio para no decir lo que pensaba. No necesitaba recordarle que jamás pedí compasión, ni mucho menos caridad. Lo miré directo a los ojos.

—No necesito que me recuerdes mi lugar todos los días, Fabián. Créeme que lo tengo más que claro.

Él sonrió, pero no era una sonrisa amable. Era cínica, casi burlona.

—¿Ah, sí? Entonces compórtate como una profesional. No como una víctima.

Eso me dolió. Como una estocada.

—No soy una víctima. Soy la única persona en esta sala que sigue trabajando a pesar del infierno emocional que tú mismo me armaste —le dije en voz baja, pero firme.

Él no dijo nada. Se limitó a mirarme como si fuera una desconocida. Como si todo lo que habíamos vivido nunca hubiera pasado.

—Ya puedes salir —dijo, volviendo a la pizarra.

Tomé mi portátil, salí sin hacer ruido y me prometí que ese sería el último día que permitiría que me hiciera sentir así.

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