Habían pasado tres semanas desde el último enfrentamiento real con Fabián. No hubo más llamadas a medianoche, ni mensajes insistentes. Tampoco se apareció de nuevo en mi casa intentando meterse en mi cama con ese discurso intoxicante que tantas veces me confundió. Y lo agradecía.
Mi vida, aunque todavía en ruinas por dentro, empezaba a ordenarse por fuera.
Cada mañana me levantaba temprano, me duchaba con agua muy fría —como si así pudiera borrar los restos de lo que alguna vez fue él en mi piel—, me vestía con ropa sobria pero elegante y tomaba el bus hacia la oficina. Había decidido no gastar más dinero innecesariamente en taxis. No por tacaña. Por dignidad. Quería recordar todos los días que yo podía sola.
Rosita me dejaba listo el desayuno y un pequeño tupper con almuerzo que me obligaba a llevar. Me lo preparaba con tanto cariño, como si supiera que ese pedazo de hogar en la oficina era lo único que me mantenía en pie.
—Mi niña, acuérdese de comer, ¿sí? No deje que ese señor la v