Cuando escuché que se abría la puerta principal del edificio. Una voz familiar, grave y segura, se acercaba conversando con la recepcionista.
**No. No. No puede ser.** Sentí que la sangre me abandonaba el rostro. Me puse de pie instintivamente, con una carpeta en la mano, como si eso pudiera esconderme. **Pero era tarde.** —**¿Ana?** ¿Tú? ¿Tú qué haces aquí? —preguntó mi papá, deteniéndose en seco frente a mí, con una expresión de total sorpresa. —Cuando me hablaste de un trabajo… no pensé que era *este* —agregó, frunciendo el ceño, visiblemente desconcertado. —**Señor Gutiérrez, lo estaba esperando** —intervino Fabián, saliendo de su oficina con una sonrisa irónica, como si disfrutara cada segundo de esa incomodidad. —Mucho gusto, Fabián —respondió mi papá, aún sin ocultar su incomodidad, mientras le estrechaba la mano con firmeza. Los dos caminaron hacia la oficina privada. Antes de que entraran, Fabián se giró hacia mí y, con esa mirada que conocía tan bien, lanzó su puñalada disfrazada de cortesía: —**Ana, acompáñanos. Necesito que me colabores en esta reunión.** Su tono era educado. Profesional. Pero yo sabía leer entre líneas. Era malicia pura. Una especie de castigo elegante. —Claro… enseguida —respondí, tragando saliva, sintiendo que mis piernas temblaban bajo el escritorio. Tomé mi libreta y el portátil, y los seguí. Al entrar, me senté lo más lejos que pude de ambos. Mi papá me miraba con una mezcla de desconcierto y contención. Fabián, en cambio, se mostraba completamente cómodo, como si nada de lo que había pasado entre nosotros existiera. Como si todo esto fuera parte de una estrategia cuidadosamente orquestada. —Bueno, entremos en materia —dijo Fabián, cruzando una pierna y entrelazando los dedos sobre la mesa—. Su empresa y la nuestra podrían beneficiarse mutuamente si saben jugar bien las cartas. —¿Hablas de una alianza? —preguntó mi papá, aún desconfiado, aunque ya tratando de enfocarse en lo profesional. —Más que una alianza, una oportunidad de crecimiento conjunto —respondió Fabián—. Usted tiene experiencia y buenas relaciones. Nosotros tenemos recursos, la infraestructura y un equipo operativo joven, ambicioso y... comprometido. Sentí su mirada clavarse en mí como un dardo. No era una casualidad. No era un halago. Era una provocación. —Ana me ha parecido una pieza clave en los últimos procesos —añadió, sin siquiera pestañear. Quise desaparecer. El silencio que siguió fue espeso como el aire antes de una tormenta. —¿Es cierto eso, hija? —preguntó mi papá, mirándome con una mezcla de orgullo y duda. —Yo... solo hago mi trabajo —respondí bajando la mirada, sintiendo un nudo en la garganta. Fabián sonrió, satisfecho. Sabía que me tenía atrapada en ese teatro cruel. Y aún así, no solté una sola lágrima. No en frente de él. No en frente de mi padre. Sentía el corazón en la garganta. Estaba en esa sala, sentada frente a Fabián y a mi papá, intentando parecer fuerte cuando por dentro solo quería salir corriendo. Tomar mi bolso y desaparecer. Pero Fabián no pensaba dejarme escapar tan fácil. —Estuve revisando los perfiles del equipo —dijo con tono relajado, como si esto fuera solo una conversación más de negocios—. Y llegué a la conclusión de que Ana es la más calificada para liderar esta alianza entre nuestras empresas. Mi papá me miró, sorprendido. —¿Ana? ¿Tú vas a estar a cargo? Abrí la boca, pero no supe qué decir. Lo miré a él… y luego a Fabián, que mantenía su sonrisa contenida, como si aquello le diera un placer perverso. —Sí, señor Gutiérrez —respondió él por mí—. Ana ya ha manejado varias cuentas clave. Tiene criterio, conoce ambos entornos y, además, confío plenamente en su criterio. Sé que sabrá manejar la transición y la negociación con excelencia. **“Confío plenamente en su criterio…”**. Quise escupirle esas palabras a la cara. ¿Con qué derecho se atrevía a usar un tono tan limpio, tan falso, después de todo lo que me había hecho? Mi papá asintió, aún procesando la idea, pero se veía muy emocionado porque yo liderará. —Bueno… si tú estás de acuerdo, Ana… Lo miré. Sentí un nudo en el estómago. Quería decirle que no. Que esto era una trampa. Que Fabián no hacía nada sin un objetivo escondido. Pero… no podía. No podía exponer todo eso frente a mi papá. Y Fabián lo sabía. —Sí —dije al fin, con la voz seca—. Estoy de acuerdo. —Excelente —respondió Fabián, acomodándose en su silla—. A partir de ahora, Ana será el puente directo entre ambas empresas. Coordinará los equipos, evaluará las propuestas y tendrá poder de decisión en las fases clave del proyecto. —¿Y tú te vas a hacer a un lado? —preguntó mi papá, curioso. —Oh, no. Claro que no —dijo Fabián con una sonrisa torcida—. Estaré observando cada paso, pero necesito que alguien con… más cercanía, se encargue del día a día. Esa palabra. *Cercanía*. Me hizo apretar los puños bajo la mesa. Mi papá se levantó para estrechar nuestras manos, y no pude hacer otra cosa que seguirle el juego. Le sonreí con esfuerzo y sentí cómo mi alma se deshacía un poco más por dentro. Cuando salimos de la sala, Fabián se detuvo justo a mi lado. Nadie más podía oírnos. —Ahora sí…… —susurró con una sonrisa cruel—. A ver a dónde vas a correr. No le respondí. No me permití darle ni una sola reacción. Pero por dentro, la rabia me hervía como lava. Porque Fabián Ariztizábal acababa de atarme a él de la forma más despiadada: a través de mi propio padre.