La tarde caía lenta en la ciudad, pintando de naranja las fachadas y de gris el ánimo de Valeria. Llevaba tres días desde que Camila la había llamado, tres días con esas palabras clavadas como espinas en el pecho: “Facundo necesita contactarte con urgencia.”
Lo había repetido en voz baja, en la ducha, frente al espejo, incluso antes de dormir. Cada vez que lo hacía, un nudo de contradicciones le cerraba la garganta. Lo odiaba. Sí. No había duda. Pero el odio no borraba las memorias que aparecían sin permiso: la mirada desafiante de él, el modo en que sus palabras podían levantarla o hundirla, el instante en que, en medio de todo, había sentido que era vista.
La rabia le gritaba que lo borrara, que cambiara de número, que lo dejara pudriéndose en su soledad. Pero había algo más, algo más peligroso: la curiosidad. ¿Por qué la buscaba ahora? ¿Qué urgencia era tan grande como para que el hombre que la había despreciado, el mismo que le escupió en la cara que a quien amaba era a Clara,