El reloj del pasillo marcaba las dos de la madrugada. El silencio en el apartamento era casi absoluto, roto solo por el suave zumbido del aire acondicionado. Ana llevaba más de una hora dando vueltas en la cama, mirando el techo, incapaz de conciliar el sueño. Todo era demasiado nuevo: el cuarto, la cama enorme, el aroma a madera pulida… y, sobre todo, la sensación de estar bajo el mismo techo que Leonardo Santori.
Suspiró y se sentó. El brillo de la luna se colaba entre las cortinas, tiñendo de plata las sábanas. Se puso una bata sobre el camisón y salió de la habitación en busca de un vaso de agua, tratando de hacer el menor ruido posible.
El piso frío le erizaba los pies, pero no le importó. Aún tenía en la cabeza las imágenes del día: el vehículo negro siguiéndolos, el miedo en la mirada de Clara, el abrazo de Leonardo al recibirlas. Había sido demasiado.
Llegó a la cocina y encendió la pequeña luz del mesón. Todo era amplio, impecable. Tomó un vaso del estante y lo llenó con agua