El sonido insistente del timbre despertó a Ana aquella mañana. Abrió lentamente los ojos y, al girar hacia su lado, notó que la cama estaba vacía. Leonardo ya no estaba.
Se sentó despacio, aún algo adormecida, y buscó la bata que colgaba en la esquina del tocador. Se la colocó y salió al pasillo, guiada por el suave aroma del café recién hecho.
En la cocina, Carmen estaba como siempre: puntual, organizada, con su delantal impecable.
—Buenos días, señora Ana —saludó con amabilidad—. ¿Durmió bien?
—Sí, gracias, Carmen. —Ana sonrió con cariño—. ¿Y Leonardo?
—Está en el estudio desde temprano —respondió la mujer mientras colocaba una olla sobre la estufa—. Llegó un mensajero hace un rato.
Ana frunció el ceño.
—¿Mensajero?
—Sí, señorita. Trajo unos documentos.
Ana asintió, aunque algo en su interior le hizo sentir una punzada de curiosidad. Caminó por el pasillo hasta el estudio, y antes de entrar escuchó el sonido de hojas moviéndose.
Leonardo estaba concentrado, con el ceño fruncido, rev