Los días habían pasado como un suspiro.
El bullicio, las lágrimas y el dolor de los últimos meses parecían un recuerdo distante. Leonardo había retomado su vida, poco a poco, con la serenidad de quien aprendió a valorar lo esencial: la libertad, el amor y el calor de un hogar.
Ana, por su parte, se despertaba cada mañana con el corazón lleno de gratitud.
Había pasado por la tormenta, pero allí estaba, viva, amada, con su esposo a su lado y un pequeño milagro durmiendo en su pecho. Luciano se había convertido en el centro de su universo, el motivo por el cual había resistido todo.
El día del bautizo amaneció despejado, con un sol tibio que acariciaba los ventanales del apartamento.
Carmen, emocionada, iba de un lado a otro revisando los últimos detalles del ajuar del bebé.
Ana, frente al espejo, se miraba con calma: su vestido era blanco con detalles en encaje, sencillo pero elegante, el cabello recogido en un moño suave del que caían algunos mechones dorados. Tenía el rostro sereno, c