Federico se plantó frente a la puerta como un muro de acero, con los ojos encendidos de una mezcla de miedo, rabia y desesperación.
—No vas a irte —dijo con voz grave, casi al borde de romperse.
Ellyn se detuvo en seco, giró lentamente hacia él, incrédula.
—¿Federico? ¿Qué clase de locura es esta?
Él avanzó un paso, imponente, decidido.
—No voy a darte el divorcio, Ellyn. Si te vas ahora, si haces público esto… mis abuelos me desheredarán, me negarán la presidencia de la empresa. ¿Ese es tu plan? ¿Vengarte por todo?
Ellyn soltó una carcajada, seca, sin alegría. Una risa que no nacía del humor, sino del hastío.
—Tú ya no me importas, Federico. Ni para bien… ni para mal.
Federico parpadeó. Esas palabras fueron un puñal que no esperaba.
Ellyn jamás había sido tan fría, tan cruel, tan… ajena.
—¿Qué estás diciendo? ¿Por qué hablas así? ¿Acaso… tienes a otro?
Ellyn no se movió. Solo lo miró. Un paso hacia él. Firme. Determinante.
—¿Y si lo tuviera? —susurró con veneno dulce—. ¿Qué te importa