Ellyn despertó con una pesadez en el pecho.
La luz tenue de una lámpara apenas le permitía distinguir el contorno de la habitación.
El calor de una presencia junto a ella le hizo girar lentamente la cabeza... y allí estaba él.
Ese hombre enmascarado. Ambos estaban desnudos, cubiertos apenas por las sábanas revueltas de una noche que jamás debió ocurrir.
Su corazón dio un vuelco.
Extendió la mano temblorosa, queriendo descubrir el rostro que aún le era desconocido, aunque de alguna forma... íntimo.
Pero antes de que sus dedos rozaran la máscara, él los atrapó con suavidad, firmeza y algo parecido a tristeza.
Abrió los ojos por completo, fijos en los de ella.
—¿Ya no amas a tu esposo? —preguntó, con una voz que sonaba lejana, quebrada.
Ellyn sintió que se le cerraba la garganta. Bajó la mirada, intentando encontrar palabras, algo que justificara lo que había hecho... lo que ambos habían hecho.
Pero no las había. Todo su mundo se tambaleaba sobre una delgada línea entre la culpa, el deseo y el dolor.
—Yo… —balbuceó— ahora solo te amaré a ti.
Pero apenas lo dijo, sintió cómo la realidad la golpeaba como una ola helada.
Una punzada aguda en su pecho, un mareo intenso, como si su mente y su cuerpo no pudieran sostener más esa contradicción brutal.
Su respiración se volvió errática y sus ojos se nublaron.
Se desplomó en los brazos de aquel hombre, inconsciente, frágil, rota.
***
Al día siguiente…
Ellyn abrió los ojos con un sobresalto.
La claridad del día le devolvió la conciencia de golpe. Se incorporó de inmediato, jadeando.
Miró a su alrededor con confusión creciente. Esa alfombra, esos muebles… esa cama.
Era su habitación.
«¿Cómo es posible…?»
Antes de que pudiera hacer más preguntas, lo vio.
Su esposo, Federico, de espaldas, ajustando el nudo de su corbata oscura frente al espejo.
El sonido de sus movimientos cotidianos le pareció grotesco, fuera de lugar, como una burla del destino.
«¿Cómo llegué hasta aquí?»
Intentó levantarse, pero una punzada en el vientre la obligó a apoyarse en la cabecera.
Federico la notó y giró de inmediato.
—¡No te levantes! —corrió hacia ella—. Estás débil, Ellyn. Mis hombres te encontraron ayer y te trajeron de vuelta. Estás a salvo.
Ella frunció el ceño, sus pensamientos desordenados, su pecho lleno de ira contenida.
—¿Tus hombres… me salvaron? ¿Del secuestro? —repitió, como si las palabras no tuvieran sentido.
Federico bajó la mirada, su expresión se volvió sombría.
—Lo siento tanto, Ellyn. Yo… quería salvarlas a las dos, pero…
Ellyn no esperó más.
—¡Cállate! —gritó, abofeteándolo con todas sus fuerzas—. ¡Te odio!
Él retrocedió, más, por el impacto emocional que físico.
—Déjame explicarte, por favor…
—¿Explicarme qué? —sus ojos brillaban de lágrimas—. ¿Qué elegiste salvar a tu amante embarazada en lugar de a tu esposa?
El silencio de Federico fue tan punzante como una confesión.
—¡Quiero el divorcio! —exclamó, con voz temblorosa pero decidida.
—Ellyn…
—¿Qué? ¿Vas a negarlo? ¿Vas a decirme que esa mujer no espera un hijo tuyo? ¡Hazte cargo de tus decisiones! ¡Tú elegiste! ¡Y ahora yo también elijo… no amarte más!
Intentó irse, pero él la sostuvo del brazo, desesperado.
—¡No puedes dejarme!
Ella lo miró con furia, pero también con una tristeza que dolía más que cualquier insulto.
—¿Y por qué no? ¿Qué te detiene ahora?
—Los abuelos… —susurró—. No podemos hacerles esto. Les romperíamos el corazón… además, la herencia, la presidencia…
Ellyn apretó los puños, luchando por no derrumbarse.
—Yo no fui quien comenzó esta ruina. Fuiste tú. Tú, con tu mentira, con tu amante… ¡Con ese hijo! Así que ve y explícaselo tú a los abuelos. Diles por qué su nieto va a divorciarse.
Federico desvió la mirada, como un niño sorprendido en medio de una fechoría.
—Ese hijo… —murmuró.
—¡No me interesa! —lo interrumpió ella, apartando su mano—. Ni tú, ni ella. Solo quiero una cosa: ¡salgan de mi vida cuanto antes!
Se marchó de la habitación sin volver la vista atrás.
Federico se dejó caer en la cama, abatido, con los ojos clavados en el vacío.
—Ese hijo… no es mío —susurró para sí, demasiado tarde.
***
Horas después, Federico conducía su auto como un demonio en fuga.
El volante crujía bajo la presión de sus manos mientras maldecía en silencio.
Al llegar al departamento de Samantha, irrumpió sin llamar.
—Federico, ayer no me acompañaste al hospital, me dejaste sola desde que me liberaste del secuestro con tus guardias, ¿Dónde estabas? —dijo con voz casi infantil.
—¿Qué le dijiste a Ellyn?
Samantha, sorprendida, lo miró desde el sofá, con una sonrisa nerviosa.
—¿Qué? Cariño, yo…
—¡No me llames así! —rugió—. ¡Le dijiste a Ellyn que el hijo que esperas es mío! ¿Por qué le mentiste?
Las lágrimas brotaron de los ojos de Samantha como un recurso aprendido.
—Federico, tú me amas… ¿No puedes querer a mi hijo como si fuera tuyo? Te salvé la vida en Londres, ¿no es suficiente?
—Te lo agradecí. Te prometí apoyo. Pero no esto. ¡Mentiste! ¡Jugaste con mi matrimonio!
Samantha se levantó, furiosa.
—¡Esa mujer nunca te amó! ¡Es la hija del asesino de tu padre, Federico!
El mundo se detuvo por un instante.
El golpe de esas palabras fue más fuerte que cualquier grito.
Federico dio un paso atrás, pálido, incrédulo. Y luego, sin decir una palabra más, se marchó, dejando a Samantha gritando insultos y maldiciones detrás de él.
Cuando regresó a casa, la encontró en la sala.
Ellyn estaba de pie, firme, con los ojos secos y una carpeta en las manos.
Se la extendió sin titubeos.
—Fírmalos.
Federico la miró como si no la reconociera.
—¿Qué es esto?
—Los papeles del divorcio. No quiero seguir siendo tu esposa. Quiero ser libre de ti.
Él miró los documentos como si fueran cuchillas. Su corazón latía con violencia. Su mundo se desmoronaba.
—No… —susurró, apenas respirando—. No, Ellyn…
Y, sin pensarlo, rompió los papeles delante de ella.
Ellyn lo miró como si acabara de confirmar todo lo que necesitaba saber. Tomó los restos de los documentos y los arrojó al suelo, sin inmutarse.
—Puedes romper los papeles, Federico, pero no podrás evitar que te deje. Porque ya lo hice… en mi alma, en mi corazón.
—¡Nunca te daré el divorcio, Ellyn! —gritó él, temblando.
Pero ella ya estaba de espaldas, caminando hacia la puerta.
Ya lo había dejado. Él simplemente no lo sabía aún.