Los pasos resonaron como martillazos sobre el concreto, uno tras otro, cada vez más cercanos. Thomas y Daniella contuvieron el aliento. El corazón les latía con tanta fuerza que temían que se oyera. El eco rebotaba en las paredes húmedas de aquella habitación oscura, tétrica, como salida de una pesadilla.
Y entonces apareció Elen.
Sus tacones retumbaron con firmeza cuando cruzó el umbral. Se detuvo frente a ellos con una mirada cargada de rencor. Su voz, cuando habló, sonó como un silbido venenoso:
—¿De verdad creyeron que serían los herederos de todo aquello que debió ser mío? —espetó con los ojos encendidos de rabia—. Qué ingenuos. Eso no va a pasar. Yo misma me encargaré de dejarlos sin nada... sin nombre, sin destino, sin futuro.
Thomas tragó saliva, atado, herido, con las muñecas entumecidas por las cuerdas. Se atrevió a hablar, la voz quebrada pero firme:
—¿Por qué eres tan cruel, Elen? ¿Qué ganas con esto?
Por un instante, algo parecido al miedo cruzó por el rostro de Elen. Un