—¡Cien millones de euros! —gritó Federico, con la voz rota por la desesperación—. ¡Déjenlas libre! ¡Déjenlas ir!Hubo un silencio pesado, y luego, como si el mundo se burlara de él, los hombres soltaron una carcajada.Una risa seca, incrédula, manchada de codicia. Se miraron entre ellos, con los ojos brillando ante semejante cifra. Uno de ellos asintió, satisfecho.—Vamos a llevarte a la puerta —dijo el más corpulento, empujando a Federico por el hombro—. Espera ahí.Federico sintió el frío del cañón de una pistola, presionándole la espalda mientras lo guiaban hasta la entrada.El otro hombre se adelantó, abrió la puerta y se adentró en la habitación oscura, donde tenían a Samantha.Unos segundos después, la sacó.Estaba pálida, temblorosa, las muñecas marcadas por la soga y los labios resecos tras horas con la boca cubierta.Al ver a Federico, rompió a llorar como una niña. Lágrimas silenciosas primero, y luego sollozos agudos que desgarraban el aire.—¡Federico! —gimió al liberarse
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