La jornada con Olivier le había devuelto, aunque fuera unas horas, la sensación de trabajar en aquello que amaba. Había sentido la mente ágil, la mirada concentrada sobre las piezas, el diálogo fértil con alguien que respetaba su criterio. Un respiro de su jaula.
Al entrar, encontró a Carlo en la penumbra del salón, sentado en el sillón de cuero, una copa de vino intacta en la mesa baja. El cigarro se consumía solo en el cenicero. La miraba fijo, como si llevara horas esperando.
—Llegaste —dijo, su voz ronca.
María se detuvo a unos metros, con la mano aún sobre la correa del bolso.
—¿Esperabas que no lo hiciera?
—Esperaba que lo hicieras, y que volvieras. Porque ya es hora de que sepas lo que tu padre escondía.
El aire se le heló en la garganta.
—¿Otra de tus historias? —preguntó, intentando sonar firme.
Carlo se levantó con calma, tomó el abrigo de la percha y se lo extendió.
—Vamos. No aquí. Hay cosas que se dicen mirando a los ojos, vayamos a otro lado.
Ella dudó, pero tomó el abri