María ajustó la correa del zapato frente al espejo. El vestido que había elegido era sobrio. El maquillaje resaltaba los ojos, delineados con precisión. En sus labios, un rojo profundo. El tipo de rojo que nunca usaba en soledad, reservado para cuando debía enfrentar a alguien con la frente en alto.
Se inclinó sobre la cómoda para repasar los pinceles y los polvos. Tenía la atención fija en su reflejo cuando la puerta se abrió sin aviso. Carlo entró. No dijo nada. Apoyado en el marco, cruzó los brazos y la observó en silencio. Sus ojos recorrieron cada detalle de su preparación con la calma de quien inspecciona algo propio.
María esperó un comentario. No llegó. Continuó pintándose las pestañas, la tensión acumulándose entre ellos.
Al final, fue él quien habló.
—Un chofer te llevará. No vayas a ningún otro lado. Cuando todo acabe, me llamas.
La línea salió seca, como una orden más que como cuidado. María lo miró de reojo, la brocha aún en la mano.
—Pareces mi padre.
Carlo sonrió, ladea