María despertó a medias y se dejó hundir otra vez en el colchón.
El cuerpo le pesaba delicioso.
Recordó retazos: Carlo levantándola en brazos, el calor de su pecho pegado a su espalda, la risa ronca en su oído, el golpe de la puerta al cerrarse, el choque suave de sus cuerpos en la cama, una y otra vez. Perdió la cuenta; solo sabía que había sido insaciable y que ella, contra todo lo que juraba, le había respondido con la misma hambre.
Volvió a hundirse en ese sueño plácido, sin medida, hasta que algo tibio rozó su pómulo. Una mano. La yema de los dedos le dibujó la curva del rostro, delicada, como si estuviera restaurando un borde despostillado.
María abrió los ojos.
Carlo estaba a su lado, desnudo, apoyado en un codo, mirándola como si verla respirar fuera una victoria. Tenía el cabello levemente desordenado, la mandíbula sombreada. La luz le hacía el cuerpo más oscuro, más definido. Aún llevaba, en la clavícula, una marca que ella no recordaba haber dejado con los dientes, pero que