Las copas tintineaban suavemente sobre la mesa baja del salón privado. Tras el almuerzo, el ambiente se había relajado con el whisky y el coñac; las luces eran más cálidas, las cortinas tamizaban la claridad de la tarde, y todo se sentía suspendido en un clima de comodidad engañosa.
Olivier se acomodó en el sillón frente a ellos, con el vaso en la mano, y dejó escapar una risa grave.
—Su esposa tiene un talento extraordinario, Carlo —dijo, sus ojos claros posándose en María con un brillo de genuino interés—. No exagero si digo que he seguido su nombre desde hace tiempo.
María sintió un estremecimiento. Años de silencio, de anonimato forzado, y de pronto alguien mencionaba su trabajo como si hubiera estado esperándola. Apretó el borde de su falda sobre sus rodillas, consciente de que Carlo observaba cada gesto.
Carlo inclinó apenas la cabeza, como si le complaciera aquella atención.
—¿Ah, sí? —replicó con voz grave, arrastrando el acento italiano—. Pues mírela, Olivier. Trabaje con ell