La madrugada en París parecía suspendida.
María dormía profundamente, su respiración acompasada, cuando una sombra se deslizó en silencio hasta su habitación.
Carlo no encendió la luz; se limitó a apoyarse en el marco de la puerta y observarla un instante. El rostro de ella, relajado, le recordó un cuadro inacabado, una obra que solo él podría firmar.
Se inclinó, le apartó un mechón de cabello de la frente y murmuró:
—Despierta, cara. Tengo algo que mostrarte.
Ella se movió, confundida, intentando cubrirse más con la sábana. Alzó la vista y lo encontró allí, de pie, impecable incluso en la penumbra, como si hubiera pasado horas esperando el momento.
—Carlo… —su voz era un hilo, áspera de sueño—. ¿Qué hora es?
Él no respondió a la pregunta. Solo le extendió la mano, una orden disfrazada de invitación.
—Levántate. Lo vas a querer ver.
María suspiró, resignada. Había aprendido que con él nada era casualidad: si la despertaba a esa hora, era porque tenía un plan. Lo que no podía imaginars