Indra.
No sentía el cuerpo. Era como si flotara, o tal vez me hundiera lentamente... Frío. Un frío que no dolía. Era más como un susurro que se iba comiendo todo. Escuchaba voces. Lejanas. Borrosas. Una mujer gritaba mi nombre... o tal vez no era mi nombre. ¿Cuál era? ¿Dónde estaba? Todo fue tan blanco. Mantas. Tubos. Voces desconocidas. —Presión inestable—. Dijo un hombre. —Sigue bajando—. Respondió una suave voz de mujer como la de Dasha. De pronto, una sombra. Alta. Un rostro que conocía demasiado bien. Fausto. Pero no era mi Fausto. Era una estatua de mármol. Una escultura rota que se partía al verme. Intenté hablar. Quise decirle que dolía, que tenía frío, que no quería volver a cerrar los ojos porque cuando lo hacía, lo veía a él. No a Fausto. A Él. Al que me arrancó de mí misma. Al hombre de tatuajes y ojos verdes. Muchos ojos esmeraldas por doquier. Mi boca no se movió. Todo era tan blanco. Blanco y rojo. Alguien me tomó la mano. Sentí calor. Real, humano. "Estás aquí." Me susurró otro hombre. Otra voz sin sentido. ¿Era real? ¿Yo seguía existiendo? Solo supe que por un instante... ese calor me sostuvo un segundo más. Después, me hundí otra vez. Mis ojos se quedaron clavados en las gotas que caían del suero. Era algo en lo que podía enfocarme en esta realidad. Una cosa a la vez. No quería que me volvieran a sedar. Deje que la enfermera me enfundara con delicadeza en el largo y cómodo vestido de algodón color azul. Una silla de ruedas me recibió, los tubos de plástico que conectaban a mi tanque de oxígeno hacían todo más difícil. Me sentí desnuda sin las esposas en mis muñecas. ¿Cuando llegarían? ¿En que momento va a venir Dante? Curarme, torturarme. Curarme, torturarme. Esto era un infierno. Mis nuevas enfermeras eran mexicanas. Sus suaves voces eran un cruel recuerdo de mi vida. Algo que ya nunca más existiría. México. Mi hogar. ¿Donde estaba Dasha? ¿Por qué me habían quitado a la única mujer que había sido buena conmigo? ¿Esto era mi castigo por haber intentado escapar del cruel juego de Dante? Ni siquiera sé cuántos nuevos días habían pasado en medio de pesadillas, pastillas y licuados asquerosos los cuales era obligada a ingerir. No quería curarme, no quería seguir en este ciclo de tortura. ¿Qué les costaba matarme? ¿Por qué el demonio de ojos verdes no podía terminar con mi sufrimiento? Las decenas de preciosas flores blancas también habían sido un mal chiste. Que te recuperes pronto Indra. Era lo único que había podido leer en la fina y fría carta. Recupérate, porque pronto va a iniciar una nueva cacería contra ti. Era lo que no estaba escrito en el papel. Los pasillos fueron fríos, desolados y con un fuerte olor a desinfectante y alcohol. Al subir al elevador visualicé a dos hombres parados como estatuas en las esquinas. No quería ni parpadear ante los terroríficos guardaespaldas. Bajamos al parecer cuatro pisos hasta llegar al área principal donde los finos muebles de piel en las salas de estar tenían más personas armadas que un solo civil. ¿Cuánto tiempo más seguiría siendo prisionera? Por la amplia entrada de puertas de cristal, uno de los tantos hombres jalo manualmente la puerta para que un tercero pasara de lleno a la sala. El cabello rizado y oscuro en conjunto con la cara cuadrada y los negros ojos que parecían carentes de vida humana no eran nuevos para mí. El alto y delgado cuerpo de aquel hombre me había visitado varias veces en mi celda médica. —Benvenuta nel mondo dei vivi donna di Fausto— dijo alegremente Enzo el hombre italiano que se notaba confianzudo de él mismo sobre todas las cosas. No pude responder nada ante mi nuevo Luka. La enfermera continuó empujando mi silla de ruedas hacia aquel hombre el cual soltó un ruidoso suspiro cuando llegue a sus piernas. —Hora de regresar a casa Indra— me pareció repetir en español cuando se quitó de la puerta. Mis ojos se aguaron inevitablemente cuando salimos a una especie de calle hecha de piedra. El sol en todo su esplendor fue cegador ante mi acostumbrada vida nocturna y carente de luz natural. Esto debía ser una mentira. Esta salvación era una vil mentira. Me repetí en el proceso en el que me subieron a la camioneta familiar. Solo dos enfermeras y Enzo estuvieron cerca de mí cuando se azoto la puerta. Mire con completo horror como apareció Emmett para subirse de copiloto con otro hombre que no conocía como conductor. Todo este tiempo fue Fausto. Toda esta pesadilla fue el. Ya no tenía ninguna duda al respecto. La camioneta avanzó lentamente por las rústicas y estrechas calles en solitario. Las letras en italiano. Los letreros en ruso... Nunca había salido de mi país y la manera brutal en donde estaba parada me pareció una maldita ironía. Entre las viejas casas había espacios de más calles coloridas ante el atardecer brillante y naranja. Pronto salimos a una diminuta carretera que dejó ver las profundidades del mar debajo de nosotros. Me recordaba a mi casa. —Bienvenida a mi casa Belle Indra, Sicilia hogar de la alianza de Fausto. Su casa— el susurro del que ahora sabía era uno de los hombres de Fausto fue pacífico para el. Aterrador para mí. Cuando se me erizaron todos los vellos de los brazos, desvié la vista de todas las personas de aquella camioneta. Siempre fue Fausto. Tantas clases y lecciones con mi papá no habían servido para nada. Dios mío. Estaba tan segura que Guillermo estaba completamente decepcionado de mi. Yo sola me traje a este punto de terror. Nadie me pudo haber salvado. Nadie era rival para Fausto y sus aliados. La esperanza nunca existió. Yo me había metido de lleno en los más profundos peligros de la mafia. Me llamó Indra Díaz. Nací en Cancún, Quintana Roo. Tengo... ¿Cuántos años tenía? ¿Cuánto tiempo había pasado desde mi secuestro? El sepulcral silencio fue abatido cuando nos detuvimos en la bodega. El ruido de los cinturón incluido el mío fue lo que más retumbó en mis oídos. Emmett abrió mi puerta y yo no pude evitar ver sus suaves ojos con los que había compartido semanas enteras de pláticas triviales y apuntes de la universidad donde Emmett me ayudaba a estudiar. El hombre de cabellos negros me tendió una genuina sonrisa y yo dejé de ver su rostro cuando los ojos se me llenaron de lágrimas que pude controlar a tiempo. No fui capaz de regresarle la misma familiaridad que Emmett me dio cuando el me cargo entre sus fuertes brazos. ¿Me llevarían ante Fausto antes de morir? ¿O este era mi nuevo ciclo de tortura? ¿Ellos serían mis nuevos Dante y Dasha? Todos eran personajes comprados para Villanueva. Una mentira hasta el final. La gran bodega tenía tres avionetas. Yo fui depositada en una de estas con solo una enfermera, Emmett como piloto de la avioneta y el italiano como copiloto. Me habían colocado más de 3 cinturones que estaba segura no tenían nada que ver con el cómodo cinturón en la cadera de la enfermera frente a mi. Como si pudiera escapar en medio de la nada. La avioneta despegó ruidosamente y pronto las otras 2 le siguieron haciendo la formación de águila. La hora dorada se hizo demasiado irreal ante mis ojos. —¡Admírelo señorita Indra, el placer italiano que nos da el cielo!— me grito el hombre emocionado de nuevo y yo no dije nada. Esto era el cielo. Yo también quería ir al cielo. Lejos del dolor. Quería poder cerrar los ojos y nunca volver a sentir nada. Ni sufrimiento ni humillación. ¿Por qué pensaba esas cosas? Aterrizamos al anochecer en un hangar privado que tenía un moderno y largo avión listo para despegar con demasiada seguridad a su alrededor. Enzo chilló emocionado después de perderse por los escalones del elegante interior del avión. El olor a comida me sobrepasó de pronto... parecía una burla grotesca. Como si me invitaran a un festín después de haberme arrancado la lengua. El rizado se lanzó contra un sillón y luego me alzó la mano para que lo siguiera. Emmett dejo mi tanque de oxígeno a su lado, yo me senté por inercia con las manos juntas como si de nuevo tuviera las esposas atadas a mi. De cierta forma seguía encadenada. Mis ojos seguían fijos en la puerta, aún a la espera de que apareciera en cualquier segundo Dante o Dasha, pero nadie apareció. Mis fantasmas se quedaron detrás. Las puertas se cerraron abruptamente y yo me trague el nudo que se había comenzado a formar en mi estómago. Luego solté todo el aire retenido intentando calmarme. —Yo no se usted, pero la veo demasiado flaca, así que le recomiendo comer unos ricos postres. Este será un largo viaje Indra. Así que hágale caso a Enzo— voltee la mirada para poder ver al hombre fijamente. —Enzo...— murmure al aire, mi rasposa voz fue más salvaje y ansiosa. —No soy su enemigo señorita. Aliméntese dígame que le apetece más; ¿Tiramisu, pastiera, gelato? Hay de todo para mis invitados— el italiano me volvió a hablar como si esto no fuera nada. Solo una comida más para el. Me quede sin habla porque el avión se comenzó a mover de pronto a un rumbo desconocido. Con las manos temblorosas acepte el tiramisú que Enzo me tendió. El aroma a café fue horrorosamente familiar y pronto las náuseas se hicieron presentes. El cómodo sillón donde estaba tenía una tabla de madera para los alimentos que la enfermera me acomodó rápidamente y yo me intenté aclarar la garganta. —¿A donde vamos?— me atreví a preguntar cuando el avión se estabilizó en el aire y Enzo se detuvo en el segundo platillo italiano que degustaba para poder contestarme. —A donde más si no es a casa Indra— me limpie el rostro cuando sentí que las lágrimas amenazaron con salir de nuevo. ¿Por qué siempre tenían que mentirme? Deje que las lágrimas cayeran por primera vez abiertamente por mi rostro. Enzo no me quito los oscuros ojos de encima. Tampoco dejo de cortar su postre al mismo tiempo. En cambio la enfermera se levantó de su asiento tranquilamente para comenzar a administrar medicinas en el suero que aún cargaba como una extensión de mi. La gran jeringa repleta de líquido blanco entró rápidamente a la intravenosa. —Non si preoccupe, bella. En casa, hasta el dolor se disfraza de arte— dijo Enzo ajeno a mis emociones antes de tenderme una diminuta sonrisa. Los músculos comenzaron a pesarme, involuntariamente solté la cuchara. Ni siquiera había podido dar una mordida a mi postre. mi última añoranza de su aroma y su sabor. Me fue arrebatado también. —Sogni d'oro, piccolina mia— la voz de Enzo sonó tan lejana, los ojos me pesaron de una manera sobrenatural. Lo sabía. Esto siempre iba a ser mi ciclo infernal. Un total engaño.