El cuchillo de Rebecca brillaba, a punto de descender sobre Anastasia, cuando una sombra irrumpió en la penumbra. Con un gruñido, Ellis se lanzó contra ella, su mano interceptando la muñeca de Rebecca justo a tiempo.
El filo se detuvo a escasos centímetros del pecho de Anastasia.
—¡Estás loca, Rebecca! —rugió Ellis, forcejeando con ella, la voz tensa por el esfuerzo—. ¡No puedes matarla! ¡Arruinarás todo!
Rebecca, cegada por una furia tan intensa que distorsionaba su rostro, lo miró con odio puro. Sus ojos, enrojecidos, solo veían a Anastasia, no el plan, no las consecuencias.
—¡Tú nunca lo entenderías, Ellis! —siseó Rebecca, su voz áspera, luchando por liberar su mano, empujándolo con su cuerpo—. ¡Nunca sabrías lo que es perder a un ser amado como yo lo hice! ¡Perderlo todo por una mujer que te lo quita!
La ironía era un puñal en el aire.
Ellis, el hombre que había perdido a su familia, su fe, su propia humanidad en las arenas de Irak, parpadeó. Una punzada de dolor atravesó su expre