El aire en el juzgado era denso, cargado con el peso de la expectación y la gravedad del momento. Fuera, una multitud de periodistas y curiosos se agolpaba, la noticia del juicio al Presidente Nathaniel Vance por el asesinato de quinientas dor almas iranís, había conmocionado a la nación. Dentro, la sala estaba en un silencio sepulcral, solo roto por el murmullo de los abogados y el ocasional clic de una cámara silenciada.
Nathaniel Vance estaba sentado frente al estrado, su rostro demacrado, sus ojos hundidos, pero con una inquebrantable compostura. A su lado, sus abogados, tensos, intercambiaban miradas. El Juez Merrick entró en la sala, su semblante grave, la toga oscura un manto de autoridad implacable.
Se sentó, y el silencio se hizo aún más profundo.
—Este tribunal se reúne hoy para dictar sentencia en el caso de la Nación contra Nathaniel Vance —comenzó el Juez Merrick, su voz resonando con una solemnidad inquebrantable—. El acusado ha sido encontrado culpable de homicidio culp