La noche cubría la ciudad con su manto grisáceo mientras el silencio llenaba el pequeño apartamento temporal donde Valentina y Tomás se habían refugiado. No era un silencio cómodo. Era denso, cargado de pensamientos que ninguno se atrevía a decir en voz alta.
Valentina estaba sentada frente a la ventana, mirando las luces lejanas, aún con el eco de las palabras de Montenegro retumbando en su mente. Tomás, en la cocina improvisada, la observaba desde la distancia, preparando un café que ninguno terminaría bebiendo.
—No me has dicho nada —rompió el silencio Tomás, apoyándose contra el marco de la puerta—. ¿Cómo fue?
Valentina suspiró, sin apartar la vista del exterior.
—Frío. Elegante. Preciso.
No se parece a Reyes… no grita, no amenaza. Solo te mira, y de alguna forma… ya sabes que estás perdiendo.
Tomás la escuchó con el ceño fruncido.
—¿Y tú? ¿Qué sentiste?
Valentina sonrió con tristeza.
—Miedo. Y curiosidad. Como cuando sabes que deberías correr, pero te quedas quieta porque quieres