La sala de prensa frente al Palacio de Justicia era un latido insoportable: flashes, micrófonos, cables enmarañados y la respiración contenida de quienes esperaban la próxima noticia que reescribiera la mañana. Valentina Duarte cruzó el umbral con paso medido; su traje marfil cortaba las sombras y su rostro, aunque sereno, tenía la luz de quien carga una certeza nueva: la de haber roto el miedo.
Los senadores que ayer la evitaban ahora se le acercaban con sonrisas calibradas; las manos que antaño le habían cerrado puertas ahora se ofrecían con promesas. Cada apretón era una negociación, cada saludo, una política. En el centro de todo eso, Valentina era la diana y el imán. Sabía que podía convertirse en la figura que ordenara el tablero, o en la pieza que lo deshiciera. Esa ambivalencia le daba poder —y la obligaba a ser cuidadosa.
La prensa no perdía detalle. “Ministra Duarte”, “líder moral”, “la abogada que desafió a la Rosa Negra” —los rótulos bailaban entre aplausos y análisis f