El sol apenas había salido cuando el teléfono de Valentina comenzó a vibrar sin tregua. Correos, mensajes, llamadas. Todos con la misma noticia: contratos cancelados, proyectos suspendidos, reuniones pospuestas indefinidamente. En cuestión de horas, la estabilidad profesional que había construido durante años comenzó a desmoronarse como un castillo de naipes.
Tomás llegó apresurado desde la calle, con el rostro pálido y el ceño fruncido. En su mano temblorosa sostenía una carpeta con documentos que habían quedado obsoletos en cuestión de minutos.
—Nuestros inversores acaban de retirarse. Sin explicaciones. Todas las cuentas están congeladas temporalmente. Algo grande está pasando.
Valentina dejó el teléfono sobre la mesa con un golpe seco, el corazón latiéndole con violencia bajo el pecho.
—No es algo grande, Tomás. Es él.
Por un instante, el apartamento quedó en silencio. La conclusión era tan obvia que dolía reconocerla.
—Montenegro —murmuró Tomás, llevándose las manos a la cabeza—.