Luciana, una joven vibrante y libre, carga en silencio el peso de un amor perdido que aún le quema el alma. Convencida de que entregarse de nuevo al amor significa renunciar a su esencia indomable, ha construido un refugio en su independencia, donde los sentimientos no dictan su rumbo. Pero el destino, siempre impredecible, la cruza con Gabriel, un hombre cuya intensidad y ternura despiertan en ella ecos de lo que juró no volver a sentir. Entre noches de conversaciones infinitas y roces que desafían su resistencia, Luciana se debate entre el deseo de dejarse llevar y el miedo a perderse en un compromiso que podría atarla. Gabriel, con su mezcla de paciencia y audacia, no le facilita las cosas: cada encuentro desarma un poco más sus muros, haciéndola cuestionar si la libertad que tanto protege es en realidad un exilio autoimpuesto. En esta novela contemporánea, apasionante y evocadora, Donde el corazón duda explora el delicado equilibrio entre el amor y la autonomía, tejiendo una historia profunda sobre las cicatrices que nos moldean, las conexiones que nos transforman y el coraje de amar sin garantías. ¿Podrá Luciana reconciliar su anhelo de libertad con la llamada ineludible del corazón, o huirá una vez más de lo que podría salvarla?
Leer másPreámbulo
Soy consciente de que al escribir y publicar llegarán las críticas, y a ellas les doy la bienvenida, pues me impulsan a superarme, a forjarme más fuerte, sabiendo que no siempre complaceré a todos con mis palabras. No menciono a mis padres en los agradecimientos, no porque carezcan de importancia, sino porque siento que hacerlo en la presentación de una obra resulta algo gastado, casi esperado. Aunque saben que escribo, hablar abiertamente de sexo me incomoda; estoy convencido de que no toda historia necesita esa chispa explícita. Sin embargo, en esta obra me aventuré a explorar esa faceta, un debut audaz que ni ellos imaginarían, un salto hacia un terreno íntimo y desconocido que marcó mi escritura.
Gracias a ti, por tu apoyo inquebrantable, por creer en mí, por atreverte a sumergirte en un mundo tejido con los hilos de mis propias vivencias, crudas y auténticas. No soy diestro en discursos de agradecimiento, pero espero que estas palabras destilen la gratitud profunda que siento. Esta historia es un reflejo de mi alma, y cada lector que se adentra en ella me ayuda a darle vida. Acepto mis límites, pero confío en que lo aquí escrito revele la intensidad de mi agradecimiento y la fuerza de mi compromiso contigo.
Agradecimientos
La semilla de El Mundano germinó en un rincón inesperado: un grupo de W******p donde una amiga compartió fotos de mujeres con escotes pronunciados, todas luciendo una cadenita con un dije delicado y provocador. Sus rostros, esculpidos con perfección, destilaban miradas cargadas de insinuación y una confianza que parecía desafiar al mundo. Pero mi atención, lejos de fijarse en el accesorio, se perdió en los matices de su piel, en las tonalidades que danzaban bajo la luz, revelando una sensualidad que me atrapó por completo.
De esa chispa espontánea nació esta historia, un torrente que desató el lado más audaz y "perverso" de mi pasión por escribir. La disfruté con cada fibra, porque en ella encontré constancia: no descansé hasta dar forma a su final. Mi gratitud más profunda es para esa amiga del grupo, cuya chispa inicial encendió este mundo. Sin su atrevimiento, El Mundano no habría cobrado vida.
Introducción
La fuerza de mi voluntad se desmoronó cuando aquellos sueños comenzaron a erosionar los cimientos de la realidad. Noche tras noche, una mujer emerge, su presencia tan magnética y devastadora que me convence de que es ella, la predestinada, la que el destino ha señalado como mi faro y mi tormento. Si te lo contara en la calle, entre el ruido y el caos, soltarías una risa incrédula, tachándolo de disparate. Pero desde hace meses, su figura me persigue: una mujer de belleza inalcanzable, cuyo rostro, por más que lo ansíe, permanece velado en la penumbra de mis sueños.
Y sin embargo, ella existe. No es solo un espectro de mi mente, un anhelo tejido por la fiebre de la imaginación. Es real, de carne y hueso, pero tan lejana, tan elevada en su mundo, que alcanzarla parece un desafío contra los dioses. Es una estrella que brilla en un firmamento al que no puedo ascender, una musa que respira en un plano donde mi voz apenas llega como un eco. La añoro sin conocerla, con una intensidad que quema cada segundo de mi existencia. Su imagen es lo primero que me abraza al despertar y lo último que me sostiene cuando el sueño me reclama. Podría ser una locura, un delirio romántico que me arrastra al borde de la obsesión, pero ¿quién puede resistir el imán de unos labios que, sin haber tocado, prometen redimirte?
Si la viera en la calle, no vacilaría. Correría hacia ella, buscando fundir mis labios con los suyos, suplicando que no me rechace, aunque en el fondo, en la vorágine de mi deseo, sé que podría tomarla entre mis brazos con una urgencia que no conoce límites. Cuando al fin pruebe su boca, juro que el cielo se abrirá, que el universo se detendrá en un instante eterno. Espero que ese momento apague esta fiebre que me consume, esta atracción que desafía toda razón.
Pero hay noches en que el sueño me lleva más allá, donde el velo se desvanece por instantes. Contemplo cada curva de su cuerpo, cada rincón de su ser, y le susurro las palabras más puras que mi alma ha destilado en la vigilia, jurándole un amor que trasciende el tiempo, un vínculo que ninguna fuerza podrá romper. Mas cuando intento besarla de nuevo, la verdad me golpea como un relámpago: el lado perverso de la pasión me arrastra de vuelta. Todo se desvanece, y me hallo solo, en una habitación blanca, atrapado en una ardiente oscuridad que me devora.
En esas noches de fiebre, donde el sueño se torna un portal, la veo caminar por un sendero de sombras, su silueta recortada contra un crepúsculo que no pertenece a este mundo. Su risa, un eco que resuena en mi pecho, me llama, pero su voz nunca pronuncia mi nombre. Intento alcanzarla, correr tras ella, pero mis pasos se hunden en un suelo que se deshace como ceniza. Ella, tan real y tan inalcanzable, se detiene al borde de un abismo, y por un instante, sus ojos —esos ojos que nunca he visto— me atraviesan como dagas de luz. “No eres suficiente”, parece susurrar el viento, y mi corazón se quiebra bajo el peso de esa verdad.
Despierto con el sabor de la derrota en la boca, pero también con una chispa de desafío. Si ella existe, si respira en algún rincón de este mundo, juro que encontraré la manera de romper la distancia que nos separa. Escribiré cada palabra, cada verso, como un puente hacia ella, aunque tenga que desafiar las leyes del destino. Porque en el fondo de mi alma, sé que no es solo un sueño: es una promesa que el universo me ha hecho, y que yo, con cada latido, estoy decidido a cumplir. Pero mientras tanto, vivo atrapado en esta danza cruel, entre la esperanza de poseerla y la certeza de que, tal vez, nunca seré digno de rozar su luz.
No pude dejarlo ir. Cuando Gabriel salió de mi habitación, el vacío que dejó fue como un puñal en el pecho. Corrí tras él, mi corazón gritando que no podía perderlo. Al llegar a su lado, me envolvió en sus brazos, y lo besé, derritiéndome en su calor. Gabriel es mi mundo, el amor de mi vida, y la sola idea de su ausencia me arrancaba un pedazo del alma. Nunca imaginé que perseguiría a un hombre, pero él tiene algo que me desarma, algo que me hace perder la razón. Ahora, entre sus brazos, siento que estoy exactamente donde debo estar. Solo Dios sabe cuánto significa esto.—¿Tienes hambre? —pregunta, acariciando mi espalda con una ternura que me estremece.—Tal vez un poco —respondo, mi voz suave, casi perdida en su pecho.—Volveré pronto, voy a traerle algo de comer a mi princesa —dice, y aunque odio perder su contacto, su sonrisa me tranquiliza.Pasamos tres horas en mi cuarto, devorando pizza, viendo películas y riendo como si el mundo fuera nuestro. Su presencia es un refugio, un lu
La furia me quema las entrañas, un fuego que Luciana encendió y dejó ardiendo. Hice lo correcto al dejarla ir, pero ahora estoy atrapado en un torbellino de deseo y frustración, demasiado irracional para quedarme en la habitación dando vueltas como idiota. Necesito un trago, algo que apague este calor que me consume. Regreso al bar, el aire denso de música norteña y risas golpeándome los sentidos. A lo lejos, Beatriz coquetea con un tipo que parece sacado de un rodeo: sombrero vaquero, pantalones rasgados y una camisa dorada con gallos peleando en la espalda. Ella se acomoda el cabello junto a la rocola, riendo con cada palabra del vaquero. Cuando él hace un ademán para sacarla a bailar, actúo sin pensar. Cruzo el bar como un rayo, tomo su muñeca y la arrastro hacia la calle.—¿A dónde vamos? —pregunta Beatriz, su risita ebria traicionando las copas de más.—A coger —respondo, insolente, mi voz cargada de un desafío que no siento del todo.—Ya era hora de que te decidieras —murmura, s
Tras tres horas de carretera, Cuatrociénegas se alza ante nosotras como un espejismo polvoriento. Nos instalamos en el Hotel Plaza, frente a la plazoleta del pueblo, un edificio modesto pero limpio, con un letrero neón que parpadea como un latido cansado. Después de una cena rápida, Constanza y Karla caen rendidas, sus respiraciones suaves llenando la habitación. Yo, como siempre, estoy atrapada en la vigilia, dando vueltas en la cama, golpeando la almohada en un intento inútil de apagar mi mente. Los recuerdos del día anterior —el hotel mugriento, la anciana y su profecía— se cuelan como sombras, alejándome del sueño. El reloj marca la una de la madrugada cuando mis ojos, cansados de buscar la nada, captan un destello plateado. La luna, brillante y descarada, atraviesa las cortinas, bañando la habitación en un resplandor frío.Entonces, algo se mueve. Una sombra se desliza lentamente, interrumpiendo la luz lunar. Parpadeo, enfocando la vista. Es una figura femenina, con pechos promin
El día ha sido un desastre, y el cielo gris, cargado de nubes que amenazan con romperse, parece burlarse de mi estado de ánimo. Prometí a mis amigos una aventura épica en Cuatrociénegas, pero aquí estoy, atrapado en un bar polvoriento, aburrido hasta los huesos, mientras Adolfo y los demás se pierden en risas y tragos con un grupo de extranjeras que vinieron a emborracharse y buscar sexo. Mi orgullo está herido, pero lo que realmente me quema es la ausencia de Luciana. Ni una llamada, ni un maldito mensaje explicando por qué se esfumó. Mi corazón da tumbos, como si estuviera al borde de un precipicio, y lo odio. Si fuera una mujer en pleno periodo, seguro estaría llorando con alguna balada de Luis Miguel, dejando que el ritmo lento me ablande el alma. Pero soy Gabriel Garza y Garza, y aquí estoy, solo, con un nudo en el pecho y una cerveza tibia en la mano.La noche es fría, interminable, y el silencio del pueblo me asfixia. Espero, contra toda lógica, que Luciana aparezca al amanecer
El sol apenas despuntaba cuando salí de casa esa mañana, con el corazón ligero y la promesa de un fin de semana que me hacía vibrar. Pero ahora, mientras conduzco por una carretera que parece tragada por la nada, me pregunto cómo diablos terminé aquí. La autopista solitaria se extiende ante mí como una serpiente de asfalto, flanqueada por cerros que se alzan como centinelas oscuros. El cansancio me golpea con fuerza; anhelo una cama, un catre, una maldita hamaca, cualquier cosa que me deje descansar. Para colmo, un tramo en reparación sin señalización alguna me desvía a la carretera libre, un camino que parece olvidado por el mundo.—¿Es segura esta carretera, Luciana? —pregunta Constanza, su voz adormilada rompiendo el silencio.—Claro, solo me desvié un poco para buscar algo de comer —miento, porque la verdad es que estoy perdida, y el peso de esa mentira me aprieta el pecho.—¿Algo de comer? —bufa ella—. Espero que algún ermitaño haya puesto un puesto de tacos en medio de la nada.
El espejo me devuelve la imagen de un hombre que apenas reconozco. Los golpes al saco de boxeo y las mañanas corriendo bajo el sol abrasador de Monterrey han esculpido mi cuerpo, un lienzo de músculos tensos que agradezco en silencio. Pero esta noche, el cansancio me pesa como una losa. Levanto la playera hasta dejar mi abdomen al descubierto, enfocando la cámara hasta la altura de mi nariz. Me siento como un idiota tomándome estas fotos, pero Luciana tiene ese don: hacer que lo absurdo parezca un juego. Sonrío al enviarle la imagen con un mensaje que no suena a mí: “Soñaré contigo”. ¿Desde cuándo soy tan cursi? Presiono enviar, y dos minutos después, marco su número, incapaz de esperar.No pasa un segundo antes de que su voz irrumpa, cálida y burlona. —Hola, chico calenturiento.—Hola, muñequita sexy —respondo, y su risa, fresca como una brisa, me arranca una sonrisa.—Gracias por el cumplido —bromeo.—Tienes un abdomen increíble —dice, y puedo imaginarla mordiéndose el labio—. Aunq
Último capítulo