El jefe fingió estar casado, pero su familia quería conocer a su esposa. Ella, por su parte, necesitaba vacaciones con urgencia. Así que hicieron un trato: él la llevaría a una lujosa luna de miel en un destino paradisíaco, pero con una condición… debía fingir ser su esposa. Y, para asegurarse de que todo saliera según lo planeado, había un contrato con reglas muy claras: Nada de besos. Nada más que una relación laboral. Nada de compartir la misma cama. Para ella, no sonaba tan mal. Vacaciones pagadas en un lugar de ensueño… con su jefe. ¿El problema? Lo odiaba con cada fibra de su ser. Pero, como dicen, a caballo regalado no se le miran los dientes. Así que firmó el contrato, convencida de que cumplir esas reglas sería pan comido. Después de todo, solo eran unas simples vacaciones. ¿O no?
Leer másDespués de cenar, la habitación huele a sopa, pan y a una calma frágil, como si pudiera romperse con el vuelo de una mosca. Comimos en silencio, apenas cruzando miradas. Alejandro no insistió en hablar, y yo no tuve fuerzas para hacerlo. A veces, el silencio grita todo lo que no sabemos poner en palabras.Alejandro deja su plato vacío sobre la mesa y se reclina levemente hacia atrás. Lo observo de reojo mientras recoge su copa de vino, gira el líquido con movimientos lentos, casi automáticos. Su mirada está en el cristal, pero siento que su cabeza está muy lejos de aquí.—¿Te molesta si salgo un rato a tomar aire? —pregunta en voz baja, como si temiera empujar el ambiente con sus palabras.Tardo un segundo en responder. Le sostengo la mirada y niego suavemente con la cabeza.—No, claro que no. Está bien.Él asiente, agradecido, y se pone de pie con ese andar elegante y contenido que siempre tiene cuando algo le preocupa. Se pone la chaqueta y, antes de abrir la puerta, me lanza una úl
El sonido de nuestros pasos resuena sobre el mármol del lobby mientras cruzamos las puertas del hotel. Alejandro camina a mi lado, con una expresión que intenta ser neutral, aunque cada músculo de su mandíbula grita tensión. Afuera, la ciudad sigue vibrando, pero aquí adentro el aire se siente más denso. Como si el escándalo ya se hubiera colado antes que nosotros.Llevamos horas de caos. Primero Marcela, y después la llamada, pero ahora, mientras nos dirigimos al ascensor, Alejandro me muestra el mensaje más reciente en su celular.—Fue Renata la que filtró la noticia —dice en voz baja, como si el nombre por sí solo pudiera invocar a los demonios.Me detengo en seco. El ascensor se cierra sin nosotros.—¿Renata? ¿Estás seguro?Asiente y me muestra la imagen: un grupo de WhatsApp de empleados de la agencia. Ahí están nuestras fotos, tomadas durante el almuerzo, con un comentario punzante de Renata insinuando que "la secretaria consiguió su premio mayor". Mi estómago se revuelve.—La m
El viento salado me acaricia el rostro mientras terminamos los últimos bocados del churro. Alejandro se estira como un gato al sol y me lanza una mirada cómplice, esa que ya empieza a resultarme familiar, como si compartiéramos un idioma que solo nosotros entendemos.—¿Sabes nadar? —pregunta de pronto, con un brillo travieso en los ojos.—¿Eso es una invitación? —Arqueo una ceja, divertida.Él se levanta de un salto, se quita la camisa y los pantalones sin decir una palabra y empieza a correr hacia el agua. Su risa se mezcla con el sonido de las olas y no puedo evitar soltar una carcajada.—¡Estás loco! —le grito, mientras me saco las sandalias y el vestido y corro detrás de él.El agua está fría al principio, pero el calor del día lo compensa. Cuando la ola me cubre hasta la cintura, ya estoy completamente entregada al juego. Alejandro me salpica sin piedad, y yo contraataco entre risas, intentando alcanzarlo mientras él se zambulle y se aleja un poco más.—¡¡Cobarde!! —exclamo entre
No digo nada.Por primera vez en mucho tiempo, no tengo una respuesta automática, ni una ironía lista para salvarme. Me quedo quieta, con sus manos aún tibias entre las mías, mientras mis pensamientos se arremolinan como arena arrastrada por la marea.Alejandro no se mueve. Está frente a mí, respirando lento, como si cada segundo que pasa fuera una apuesta. Como si ya hubiera puesto todas sus fichas en la mesa, y ahora solo le quedara esperar.—¿Algo real? —repito en voz baja, probando las palabras en mi boca, como si fueran nuevas.Lo son.No sé cuándo fue que dejamos de jugar, en qué momento exacto supe que todo esto me estaba cambiando. Quizá fue la primera vez que me hizo reír cuando no quería. O cuando me miró como si pudiera ver más allá del disfraz que me pongo todos los días. O ahora, con sus pupilas dilatadas y la verdad colgando de cada gesto.—¿Y si esto no funciona? —le pregunto, porque aunque me quemo por dentro, todavía hay una parte de mí que tiembla ante la posibilidad
Llegamos al hotel sin decir demasiado. La puerta se cierra tras nosotros con un clic suave, como si sellara un acuerdo silencioso. El aire acondicionado nos recibe con alivio, contrastando con el calor que se nos había pegado en la piel como una segunda capa. Es un poco más de mediodía, y la luz que se cuela entre las cortinas gruesas tiñe todo de un dorado cálido, casi cinematográfico. Por primera vez en toda la mañana, no hay nadie observando, lo que me llena de alivio.—¿Y ahora qué hacemos? —pregunto mientras me quito las sandalias y las dejo a un lado, notando lo livianos que se sienten mis pies sobre la alfombra.Alejandro deja su celular en la mesa con un suspiro, se pasa una mano por la nuca y se estira como si llevara horas cargando algo invisible sobre los hombros.—Podríamos dormir la siesta —responde con voz grave, esa que usa cuando no está del todo bromeando.Lo miro de reojo.—Tentador… pero creo que todavía es muy temprano para encerrarnos otra vez.—Entonces salgamos
Necesito aire y agua.Me escabullo hacia la casa con la excusa de ayudar con algo, pero en realidad solo quiero alejarme un momento del jardín, de las miradas cómplices, de los comentarios disfrazados de chistes. Todo me parece demasiado real. O tal vez soy yo, que no sé cómo sostener esta nueva versión de mí, la que se acuesta con Alejandro y se siente diferente después.Camino por el pasillo en silencio, hasta llegar a la cocina. Está medio a oscuras, apenas entra luz por la ventana que da al patio lateral. Hay platos apilados en la mesada, restos de comida en bandejas y un pastel a medio cortar.Abro la alacena y busco un vaso. Necesito agua para bajar el nudo en la garganta y también para que mis manos dejen de temblar. Además, voy a terminar de cortar ese pastel, porque mi cuerpo me está pidiendo algo dulce a gritos.—¿Buscas algo? —dice una voz a mis espaldas.Me doy vuelta de inmediato. Renata está ahí, recargada contra el marco de la puerta, con una copa de vino en la mano y l
No sé cuánto tiempo pasa antes de que me atreva a moverme.El cuarto está en silencio, pero no vacío. El aire, espeso y tibio, huele a historia… y a nosotros. A piel agitada, a deseo cumplido, a algo que no sé si estaba destinado a pasar o simplemente explotó porque no podía seguir esperando. La habitación antigua de Alejandro, con sus paredes llenas de recuerdos adolescentes, ahora guarda uno nuevo: el nuestro.Sigo acostada, con las sábanas cubriéndome hasta la cintura. Mis muslos todavía tiemblan . Mi cuerpo no está exactamente cansado, sino suspendido, flotando entre el antes y el qué hacemos ahora, como si una parte de mí se hubiera quedado atrapada en su respiración contra mi cuello, en sus manos firmes, en su boca que parecía conocerme desde siempre.Él está sentado al borde de la cama, de espaldas a mí. Se lleva una mano al cabello, suspira, y ese sonido me arrastra con él. La curva de su espalda, el ángulo de su cuello, la piel que me enloquece... Todo eso estuvo conmigo hace
Me detengo apenas cruzo el umbral, recorriendo el lugar con la mirada. Todo está perfectamente ordenado, impoluto… demasiado. No hay rastros de nadie más. Ni de él, en realidad. Como si esta habitación no le perteneciera del todo.Las paredes son claras, sin cuadros personales, solo un poster de la Fórmula 1 y un par de estanterías con libros y carpetas. Sobre una cómoda descansa un reloj sin pilas, una billetera descosida y un llavero, todo acomodado con una precisión casi quirúrgica. A un costado, tapada por una manta oscura, reconozco una PlayStation vieja, de esas que ya no se fabrican, y un par de joysticks apilados como si llevaran años sin usarse.—¿Así que esta es tu famosa habitación? —pregunto sin mirarlo, caminando lentamente hacia la ventana.—Sí. ¿Te gusta?—Está… bien. Muy tú. Todo en su sitio. Frío, casi sin huellas, como si no quisieras que se note que vivías aquí.Lo escucho reír por lo bajo, detrás de mí. Me doy vuelta y lo veo recostarse contra el marco de la puerta
Alejandro esboza una sonrisa ladeada, de esas que apenas duran un segundo, pero dejan una marca.—Entonces ya casi me ahogo —susurra, bajando la voz como si lo dijera solo para él, pero yo lo escucho. Lo escucho demasiado bien.No sé quién de los dos da el primer paso. Solo sé que, de pronto, estamos en el centro del patio, moviéndonos como si estuviéramos bailando un vals imaginario. Ni siquiera se escucha bien la música. Solo el murmullo lejano de los demás, el roce de nuestras manos y el sonido torpe de mis pasos al pisarle los pies.—¡Ay! Perdón —Me sobresalto, soltando una risa nerviosa mientras intento retroceder.—No pasa nada —dice él, conteniendo una mueca—. Mis pies están acostumbrados a cosas peores.—No me digas eso que me siento peor —respondo, mordiéndome el labio con una mezcla de vergüenza y risa.—Es que tú no bailas mal —expresa con una seriedad tan exagerada que no sé si burlarme o creerle—. Eres... peligrosa.—¿Para tus pies?—Para mi salud mental —responde sin duda