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Luciana / “Oh no, no es lo que parece”

La lucha por emanciparme de la sombra de mis padres oscila entre lo inútil y lo imperioso, un anhelo que a veces arde con urgencia y otras se desvanece en la duda. Sacar a relucir mi deseo de libertad sería como arrojar una chispa en un escenario donde ellos, con su cariño inquebrantable, transformarían mi rebeldía en una comedia trágica, y yo, sin remedio, acabaría siendo la villana. Por eso sigo aquí, en una casa de cuatro habitaciones en Monterrey, envuelta en comodidades que no pedí, con padres que me adoran pero que no entienden mi urgencia de volar. No quería quedarme en esta ciudad, pero sin un refugio en otro lugar, la universidad me ancló un año más. Soy hija única, un destino que no cambiará, aunque en el fondo anhelo la complicidad de un hermano que nunca tendré.

Tras un día agotador, con el cuerpo rendido y el ánimo en ruinas, me dejé caer en la cama, lista para rendirme a los brazos de Morfeo. Pero justo cuando el sueño comenzaba a envolverme, un zumbido rompió el silencio: un mensaje en mi celular.

—¿Qué haces? Espero que no estés haciendo travesuras, porque esa sería la única excusa válida para no acompañarme a un café —decía Karla, mi amiga, o al menos lo que queda de ella tras nuestra última pelea.

¿En qué momento la desbloqueé? Su mensaje me arrancó del letargo, pero también avivó el eco de mi enojo.

—No estoy haciendo nada travieso, solo intentaba dormir, pero me espantaste el sueño. Nada ha cambiado entre nosotras, ¿o ya olvidaste que me debes una disculpa? —respondí, con la aspereza de quien no ha sanado.

Esperé, pero su respuesta, siempre tan rápida, no llegó. Resignada, cerré los ojos, dispuesta a dejarlo todo atrás. Hasta que unos golpecitos suaves contra el cristal de mi ventana me obligaron a abrirlos de nuevo.

Me levanté, abrí la ventana y allí estaba ella, con una piedra en la mano y una mirada que mezclaba desafío y súplica.

—Te seguiré aventando piedras, cada vez más grandes, hasta que reviente el vidrio si no bajas —dijo.

—Para, desvergonzada, ya voy —contesté, rendida.

No soy chismosa ni me gusta hacerme del rogar, pero algo en su voz me dijo que Karla necesitaba más que un café: necesitaba una amiga.

—¡Qué onda! ¿Cómo te va? —preguntó al verme salir, su tono ligero pero sus ojos cargados de una tristeza que no podía disimular.

—Bien, aunque sigo molesta contigo —admití, cruzándome de brazos.

Ella sonrió, una mueca forzada que no alcanzó sus ojos.

—Entiendo —murmuró, y en ese instante, su vulnerabilidad deshizo mi enojo como arena entre los dedos.

—Ok, vamos por ese maldito café —dije, suavizando la voz, aunque mi mirada le advirtió que el interrogatorio vendría después.

—Gracias por acompañarme, Luciana, y por gastar esa gasolina que tanto cuidas —añadió, bajando la cabeza con un peso que no explicó.

—Vamos, amiga, odio verte así —respondí, posando una mano sobre la suya, cálida pero temblorosa.

En la cafetería, antes de cruzar la puerta, vi una lágrima traicionera en su rostro. La detuve, la abracé, ignorando el olor empalagoso de su colonia.

—Nada de lágrimas en mi presencia, Karla —la reprendí con suavidad.

—Cuéntame, ¿cómo vas con ese proyecto de programación?

Cambié de tema, desesperada por alejarla del borde.

—Mal —confesó —no me concentro en casa, solo deambulo, atrapada en mis pensamientos.

Su voz era un lamento, y supe que no era el proyecto lo que la ahogaba.

—¿Sigues yendo a los lugares que frecuentaban con Marcos? —pregunté, frunciendo el ceño.

—Sí, aquí cierran a las diez, y es mejor que estar en casa, donde todo me lo recuerda.

Su mirada se perdió, y entonces lo entendí:

—¿Todo te recuerda a él, aunque solo estuvo en tu cuarto una noche? ¿Su olor, su voz, su presencia impregnada en cada rincón?

—No mames, Karla, estás bien pendeja —se me escapó, cruda, directa.

—El dueño de tus sueños inexistentes está ahora con otra, y tú aquí, sufriendo.

Su mirada se endureció, como si quisiera golpearme, pero también vi el destello de una verdad que no quería enfrentar. Me arrepentí al instante.

—Perdón, no quise… —intenté, dedicándole una mueca triste.

—Claro, es lógico, le intereso una m****a —respondió ella, con una amargura que cortaba.

Me mordí la lengua, odiándome por herirla.

—Karla, por favor, no sufras por un idiota que no te merece.

—Lo amo, Luciana, y no sabes cuánto lamento lo que pasó —dijo, al borde del quiebre.

—Tienes que entender que todo acabó. Sigue adelante —insistí, suavizando el tono.

—No puedo, está en todas partes, aunque lo desprecie, quiero que sea feliz.

Sus palabras me desgarraron. Vi su dolor con una claridad que me cegó, como si un velo se hubiera roto.

—¿Has estado escuchando esa música que ni te gusta? —pregunté, y ella asintió, llorando sin freno.

—No le llames, no le contestes, no lo busques —le rogué.

—No hallaré consuelo en ningún lado —sollozó.

—Para, Karla, pronto conocerás a alguien que sí te valore. ¿Qué tal si vamos a esa tienda de discos que tanto te gusta?

Su rostro se iluminó, apenas.

—¿En serio?

—Claro, para eso estamos las amigas.

La hora y media siguiente fue un bálsamo, aunque ella buscaba mi consuelo en cada palabra, en cada gesto. Me resistí a ahondar en su drama, pero su risa, aunque frágil, me hizo sentir que había hecho algo bueno. Se despidió desde un taxi con un “hasta luego” que sonó más a promesa que a adiós. Pero mientras manejaba a casa, el veneno de su dolor se mezcló con el mío. Al pasar por la avenida donde está la oficina de Héctor, mi novio, algo me detuvo. La luz de su despacho estaba encendida. Sin pensarlo, reduje la velocidad, me estacioné y subí con el sigilo de quien teme lo que encontrará.

En su oficina, el aire olía a cerveza y tabaco. Botes vacíos y colillas abarrotaban el cenicero. Entonces la vi: mi prima, Carolina, desnuda, reclinada en el sillón giratorio, con Héctor entre sus piernas, perdido en ella.

—Lames rico —dijo ella en francés, con esa voz que reconocí al instante.

Mi madre es francesa, por eso somos familia, por eso entendí cada palabra. Bufé de rabia, y ambos se detuvieron, atrapados en mi mirada.

—Oh no, no es lo que parece —balbuceó Carolina.

Héctor me miró, su rostro un torbellino de emociones, pero no dijo nada. Con una calma que no sentía, levanté el dedo meñique hacia él, una burla silenciosa a su hombría, y salí sin mirar atrás.

El coraje me quemaba, pero no lloré. Me subí al coche, compré una botella de mezcal en el primer expendio que encontré —porque solo el mezcal puede curar una herida tan honda— y manejé en silencio, con el cielo gris amenazando tormenta. Quería gritar, maldecir, desaparecer, pero me obligué a mantenerme entera. Llamé a Karla, porque Constanza, mi otra amiga, estaba en Los Cabos, y sin ella, solo Karla podía entenderme. Llegué a su casa, subí las escaleras, esquivando las preguntas de mi madre con un “estoy bien” que sonó hueco. En su cuarto, me derrumbé.

—Héctor me engañó, Karla, con mi puta prima francesa. No puedo creerlo, quiero gritar, pero todo se me atora.

—A mí no me voltees a ver, ¿eh? —pero su voz temblaba tanto como la mía.

Ella intentó bromear.

—Era mi relación más larga, Karla. Me esforzaba, usaba faldas cortas, me insinuaba, y él nunca lo captó. Pero con mi prima, que apenas habla español, lo tuvo de rodillas en una semana.

Di un trago al mezcal, la rabia creciendo.

—Sus manos no eran grandes, no era divertido, la tiene chiquita… —enumeró Karla, intentando consolarme.

Otro trago, y el alcohol me soltó la lengua.

—Estoy emputada, Karla. Yo le echaba ganas, y él se burló de mí con mi propia familia.

El mezcal me llevó al baño, tambaleante, ebria de ira y dolor. Frente al espejo, me vi luminosa, mis ojos brillando con una furia que no reconocía.

—Él no sabe lo que se pierde —murmuré.

Y entonces, en un impulso, me quité la blusa, el sujetador, y tomé el celular. Sonreí al espejo, levanté el dedo medio y disparé la foto.

—Esto es lo que perdiste, Héctor —escribí, enviando la imagen a su número, que aún sabía de memoria.

Regresé con Karla, riendo por fuera, rota por dentro. Entonces el celular vibró.

—No conozco a ninguna francesa, no soy Héctor. Pero me gusta lo que veo, muñeca.

El mundo se detuvo. Revisé el número: no era el de Héctor, sino uno garabateado en mi mano, un error fatal. El mezcal, la rabia, la noche, todo me traicionó. Me quedé helada, con el corazón latiendo en la garganta, sabiendo que mi impulso me había arrojado a un abismo del que no sabía cómo salir.

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