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Luciana / "No te metas en mis cosas"

Si alguna vez has sentido que el mundo se te viene encima por un mensaje que nunca debiste enviar, sabrás de lo que hablo. Ese nudo en el estómago, esa vocecita en tu cabeza gritando “¿Por qué carajos hice eso?”. Bueno, aquí estoy, sentada en mi cama, mirando el celular como si fuera una granada a punto de estallar. M****a. M****a. M****a. Anoche, en un arranque de cruda, despecho y alcohol, le envié una foto de mis tetas a un desconocido. No a Héctor, mi exnovio infiel, como era mi plan. No, no, no. A un número que ni siquiera sé de dónde saqué. Y lo peor no es eso. Lo peor es que el tipo respondió. Con una foto de su entrepierna. Y, maldita sea, me gustó.

¿Hay algo más humillante que tu novio te engañe con tu prima? Sí, que tu prima sea una francesa despampanante con acento de película y piernas de modelo. ¿Algo peor que el despecho? La cruda que te hace vomitar hasta el alma. ¿Y algo peor que mandar una foto subidísima de tono a un extraño? Que te conteste con un “Me gusta lo que veo, muñeca” y una imagen que te deja imaginando cosas que no deberías. Estoy oficialmente en el fondo del pozo, pero, curiosamente, una parte de mí está… ¿orgullosa? Mis nenas, como les digo a mis pechos, nunca habían recibido un cumplido tan entusiasta. Y, aunque me da pena admitirlo, esa foto de su bulto me puso a mil. Soy una pervertida, lo sé.

Anoche, cuando me di cuenta del error, estaba sentada en el baño, con el celular en una mano y una botella de tequila en la otra. Quise morirme. Lancé el teléfono contra el espejo, y el estruendo hizo que Karla, mi mejor amiga, irrumpiera como si fuera a salvarme de un incendio. Me encontró con las bubis al aire, golpeándome la frente con el puño cerrado y gritando:

—¡Le pusieron Carolina porque significa fiel, y la muy perra se tiró a mi novio! ¿Dónde está lo fiel?

Y luego, para coronar la escena, vomité. Sí, ese fue mi punto más bajo. Karla, con esa mezcla de preocupación y diversión que solo ella maneja, me ayudó a levantarme, me limpió la cara y me llevó a la cama. Pero no antes de que me confesara que ella también había visto la foto que recibí. “

—Luc, ese bulto no es cualquier cosa —dijo, riendo Karla.

Y yo, en mi miseria, no pude evitar sonreír.

Hoy, con la cruda moral y física golpeándome como martillo, miro el celular otra vez. La imagen sigue ahí, y cada vez que la veo, mi vientre cosquillea. Esos pants marcando una erección que parece gritar “¡Mírame!” me tienen atrapada en un bucle de vergüenza y deseo. ¿Quién es este tipo? ¿Un pervertido? ¿Un viejo rabo verde? ¿O, contra todo pronóstico, un chico atractivo que podría hacerme olvidar a Héctor y su diminuto… bueno, ya saben? Cierro los ojos, recargo la cabeza en la almohada y trato de convencerme de que no estoy tan loca como parezco. Pero entonces, la puerta de mi cuarto se abre, y entra ella. Carolina. Mi prima. La traidora.

Sus ojos grises me miran con cautela, como si temiera que le arrancara el cabello. Lleva el pelo cenizo recogido en una coleta alta, un short que deja ver sus piernas interminables y una expresión que intenta ser conciliadora. Es bellísima, la maldita. No porque me gusten las mujeres, sino porque sé reconocer cuando alguien tiene esa aura exótica que hace girar cabezas. Yo no estoy mal, ¿eh? Mi cabello castaño y ondulado, mis ojos café pálido y mis curvas me han sacado más de una sonrisa. Pero Carolina es de otro nivel. Parece sacada de una pasarela parisina, y lo sabe.

—Carolina, será mejor que salgas de mi cuarto —le digo, con la voz más fría que puedo.

—Oh, nena, lo siento… no sabía que iba a pasar, simplemente… pasó —responde con ese acento francés que estrangula las palabras. Su voz es dulce, pero suena como si escupiera las frases. Cuestión de idioma, supongo.

—¿No sabías que, al tenerlo arrodillado entre tus piernas, desnuda, iba a darte sexo oral? —replico, cargada de ironía. Mi mente grita: ¡A mí nunca me hizo eso, maldito!.

—Él no es tan bueno, prima… —intenta excusarse, pero la corto.

—¡No mames, Carolina, cállate! La única razón por la que no te golpeo es porque tengo una cruda del demonio —le espeto, apretando los puños—. ¿Qué hacías en su oficina? ¿Te lo estabas tirando a mis espaldas?

Ella aprieta los labios, mira a los lados, como buscando una salida. No hay. La traición duele, pero lo que más me quema es la humillación. Todos en la universidad saben que Héctor me puso los cuernos con mi prima. Soy la cornuda oficial, y ella tiene el descaro de venir a mi cuarto a “explicarse”.

—Lo siento, Lucy… solo se dio, y yo sentir mucho el daño… —balbucea.

—¡Deja de asesinar mi idioma con tu puto acento! —le grito en francés, tan fuerte que mi madre aparece en la puerta.

—¿Qué pasa aquí? —pregunta mamá, mirando de mí a Carolina—. ¿Luciana? ¿Carolina?

—Nada, mamá —respondo, agotada—. Solo quiero que ella salga de mi cuarto.

Mamá, con esa mirada que dice “no me meto, pero sé que algo pasa”, saca a Carolina de la habitación. Me dejo caer en la cama, entierro la cara en la almohada y trato de procesar el caos. No lloro, pero la ira y el dolor me consumen. Quiero castrar a Héctor, rapar a Carolina, quemar sus estúpidas extensiones. Pero no, eso no me hará sentir mejor. O tal vez sí. Mi celular parece llamarme, y lo tomo. Ahí está la foto del desconocido. Ese bulto. Esa promesa de algo que no entiendo, pero que me hace sonreír. ¿Por qué no? Hoy podría ser el día de tomar el control.

Me miro en el espejo. Llevo un short que apenas cubre lo necesario. Coloco una mano en la parte alta de mi muslo, asegurándome de que la pose sea sugerente pero no demasiado obvia. Mi rostro no aparece en la foto, porque aprendí la lección. Tomo la imagen y, con una mezcla de nervios y diversión, escribo: “Esa mano ayer bien pudo ser la mía”. Envío el mensaje y me río sola. Mi perversión sigue intacta, a pesar de todo.

Cinco minutos después, mi celular vibra. Es él. Una foto de un frasco de vaselina, con el mensaje: “Te hubieras ayudado con esto, muñeca, entonces así con suavidad me hubieses tocado”. Me quedo sin aliento. Este tipo es un descarado, y maldita sea, me encanta. Mi cuerpo reacciona, y por un momento me olvido de Héctor, de Carolina, de la cruda. Pero la realidad me golpea: tengo que ir a mi clase de baile en quince minutos. Me miro al espejo otra vez. No quiero levantarme. Quiero terminar mi bote de helado, reírme del pene minúsculo de Héctor y seguir fantaseando con el desconocido. Pero mi dignidad, o lo que queda de ella, me empuja a salir.

En la academia de baile, “Danza Regia”, trato de dejar atrás el drama. Cambié de escuela hace dos semanas porque la anterior ya no me llenaba, y esta tiene buena fama. Mientras caliento, Ivania, una morena extrovertida, se estira a mi lado y suelta un comentario que me saca del trance.

—Uno de los hijos del dueño está aquí. Dicen que el otro también vendrá —dice, lamiéndose los labios como si hablara de un postre.

—¿Son celebridades o qué? Porque estás babeando —respondo, riendo.

—Son unos machos guapísimos, Luc. No parecen de este mundo. El menor es gay, y del otro se rumora lo mismo, pero no me importaría mostrarle cómo se siente con una mujer.

Me río mientras recojo mi cabello en una coleta. Todas en la clase están revolucionadas, algunas incluso se maquillan, como si no fuéramos a sudar como locas. Soy hormonal, lo admito. Pienso en sexo más de lo que debería, pero sé disimularlo. Estas chicas, no tanto.

—Ha de ser irresistible si quieres convertir a un gay en heterosexual —bromeo.

Los murmullos crecen, y entonces aparece Jorge, nuestro profesor, acompañado de un tipo que parece sacado de una portada de revista. Alto, fornido, con una mandíbula que podría cortar vidrio. Todas suspiran, incluyéndome. Maldita sea, ¿de dónde están saliendo tantos hombres atractivos? Primero el desconocido del mensaje, ahora este. Mi vida sin novio está empezando a parecer una telenovela.

—Muy bien, señoritas, tomen a su pareja. Hoy bailaremos salsa ardiente —anuncia Jorge, con su entusiasmo habitual.

Es joven, guapo, y tan gay que parece sacado de un desfile de moda. Estoy planeando cómo convertirlo en mi mejor amigo.

Ivania me elige como pareja.

—No sé si tu sangre francesa te deje soltar el sabor de la salsa —bromea.

Le respondo que nada en mí grita “francesa”, salvo mi apellido, y que bailo mejor que ella. Nos reímos y nos ponemos en posición. Pero todas están más pendientes del chico misterioso que de Jorge. Él, incómodo, nos observa desde un rincón.

—Y uno, dos, tres, cuatro —cuenta Jorge.

Ivania y yo tropezamos un par de veces, pero pronto encontramos el ritmo. La salsa me libera, me hace olvidar el drama por un momento. Hasta que Jorge, frustrado porque nadie le presta atención, me señala.

—Miren cómo lo hace la francesita —dice, y yo aprieto los labios.

Odio que me llamen así. Primero, no soy francesa. Segundo, “francesita” es como llamo a Carolina, la traidora. Tercero, ¿qué tengo de francesa? Pero el chico misterioso me mira, y juro que puedo leer sus pensamientos:

—No es pelirroja ni exótica, no puede ser francesa.

Le frunzo el ceño, y él… me sonríe. Y esa sonrisa es un pecado. Mi licra ajustada me recuerda que no tengo pene, porque de tenerlo, estaría en problemas.

Jorge, harto de las distracciones, se acerca.

—Permíteme a la francesita, Ivania —dice, y me toma como pareja.

—Miguel, detén la música —le pide al chico misterioso.

Así que ese es su nombre. Miguel. Suena tan sexy como él. Jorge me guía en la salsa, y es un bailarín increíble. Me gira, me atrae, y por un momento me pierdo en el ritmo. Las demás jadean, Ivania grita

—¡Así se hace, francesa! —y yo río, olvidando todo.

Hasta que Jorge me hace girar una, dos, cinco veces. Mi mano se resbala, el mareo me golpea, y estoy a punto de estrellarme contra el suelo.

—Te tengo —dice una voz ronca, y unos brazos fuertes me sostienen.

Abro los ojos, mareada, y me encuentro con unos ojos azules que podrían derretir el hielo. Miguel. Su rostro está tan cerca que puedo contar sus pestañas, más largas que las mías, el maldito. Me sonríe, y mi corazón da un vuelco. Sus brazos me rodean, y por un segundo, siento que el mundo se detiene.

—¿Todo bien, muñeca? —pregunta, y mi cerebro se congela.

¿Muñeca? ¿Como el tipo de las fotos? No puede ser.

—¿Cómo me llamaste? —balbuceo, con los ojos abiertos como platos.

—Te llamé muñeca —responde, con una sonrisa que es puro fuego.

Oh, Dios. ¿Es él? ¿El pervertido del mensaje? Mi corazón late tan fuerte que temo que lo escuche. No sé si estoy a punto de desmayarme o de besarlo. Pero una cosa es segura: mi vida, que ya era un desastre, acaba de volverse mucho más interesante.

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