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Gabriel / "Papá embistiendo a una desconocida"

La tienda de discos es un microcosmos de caos, un lugar donde el vinilo cruje con nostalgia y las tensiones humanas se enredan como cables de audífonos olvidados en un cajón. Estoy detrás del mostrador, etiquetando discos, cuando la siento: una mirada que quema. En el pasillo de música pop, una chica de cabello oscuro y sonrisa traviesa me observa de reojo, como si quisiera que la descubriera sin delatarse del todo. Giro la cabeza, disimulando, buscando si hay alguien más a mi alrededor. Nadie. Solo Margarita, mi exnovia, que está a mi lado con los labios apretados y un aura que grita “peligro”. Confirmo que la sonrisa de la chica del pasillo es para mí, y no puedo evitarlo: le guiño un ojo. Ella responde con una curva coqueta en los labios, y por un segundo, el mundo parece más ligero.

¿Por qué las mujeres son tan complejas? —me pregunto en voz baja, casi como un lamento. Soy hombre, me gusta lo simple, lo directo, lo que no requiere un manual de instrucciones. Pero la vida, como siempre, tiene otros planes.

—Perra descarada, te está comiendo con la mirada —sisea Margarita, su voz cargada de veneno.

La miro de reojo, conteniendo una mueca. Margarita es un huracán con cabello rubio y ojos dulces que engañan. Es atractiva, no lo niego: estatura promedio, cuerpo esculpido por horas de gimnasio, y esa vibra de chica perfecta que te hace bajar la guardia. Cuando llegó a trabajar a esta tienda, era todo sonrisas y coqueteos sutiles. Me conquistó con mensajes ingeniosos y miradas que prometían noches inolvidables. Salimos, nos enredamos, y durante el primer mes todo fue un sueño. Besos robados en el almacén, mensajes a medianoche, sexo que hacía temblar las paredes. Pero al segundo mes, algo se rompió. Margarita se transformó en un cliché de pesadilla: la novia celópata.

Primero fueron las miradas fulminantes cuando hablaba con otras chicas. Luego, los mensajes constantes: “¿Dónde estás?”, “¿Con quién hablas?”. Después, las visitas sorpresa a mi casa, como si fuera una detective de telenovela. El colmo fue encontrarla revisando mi celular, respondiendo mensajes a mis amigos y llamando a mis contactos para “marcar territorio”. Vi las señales de una relación tóxica a kilómetros de distancia y corté por lo sano. O eso pensé. Porque, aunque terminamos hace meses, Margarita no entiende el concepto de “exnovia normal”. Cada vez que una chica me mira, sus ojos lanzan dagas, y juro que a veces temo que saque un cuchillo de cocina y me haga un corte en la yugular.

—No puedo pedirle que no me mire —le digo mientras reviso el precio de un vinilo de Fleetwood Mac, fingiendo que su drama no me afecta.

—¿Y por qué no? ¿Para que esa piruja siga provocándote? —responde, su voz un murmullo afilado.

—Margara, ¿por qué no dejas de verla tú? —interviene Carlos, mi compañero de trabajo, con esa calma que desarma a cualquiera—. Hazlo por ti, para que asimiles que Gabriel ya no es tuyo. Porque, te informo, se la va a tirar de todos modos.

La cara de Margarita se pone roja como tomate maduro, y yo me muerdo el interior de la mejilla para no reírme. Carlos no es mi mejor amigo, pero trabajar con él es un alivio. Tiene esa habilidad de decir las cosas como son, sin filtro, y por eso lo aprecio. Mientras Margarita cobra el disco de una señora con los dientes apretados, yo le hago un gesto de “gracias” a Carlos. La chica del pasillo, que ya no es solo una sombra coqueta, se acerca con dos discos en la mano y una sonrisa que ilumina el lugar. Es linda, con un aire despreocupado y una vibra que no grita “loca” como la de Margarita al principio.

—¿Crees que estos discos son buenos? —pregunta, mostrando un álbum de Pablo Alborán y otro de Sin Bandera. Su voz es suave, con un toque juguetón.

—Creo que sabes de buena música, linda —respondo, apoyándome en el mostrador.

Ella se inclina hacia mí, descansando los codos en la barandilla, y aparta un mechón de cabello de su hombro sin borrar esa sonrisa. Conozco esa jugada: es una invitación.

—Gabriel —lee el nombre bordado en mi camisa—, un nombre sexy para un chico sexy.

—Perra —susurra Margarita, y yo abro los ojos, sorprendido.

La chica ni se inmuta, solo sonríe más.

—Estás de suerte. ¿Cuál es tu nombre, lindura? —le sigo el juego, ignorando el volcán que está a punto de estallar a mi lado.

—Karla, ese es mi nombre. Un placer conocerte, Gabriel —extiende la mano, y la estrecho con suavidad—. Aunque, sinceramente, tengo miedo de que la chica a tu lado me muerda y me dé rabia.

No puedo evitar reírme. Margarita murmura algo más, pero Karla no le da importancia. Estoy a punto de responder cuando alguien grita “¡Karla!” desde el fondo de la tienda. Una chica se acerca a paso rápido, con el ceño fruncido y una energía que corta el aire. Es atractiva, más de lo que esperaba. Su cabello castaño cae en ondas largas, sus labios gruesos parecen pintados por un artista, y esos ojos café pálido… maldita sea, son hipnóticos. No me mira, pero no necesito que lo haga para saber que son de esos ojos que te persiguen en sueños.

—¿Por qué tardas tanto? —le dice a Karla, sacudiéndola—. Héctor me está esperando.

—Luc, no es un buen momento —responde Karla, señalándome con la mirada.

La chica, que ahora sé que se llama Luc, voltea hacia mí, y juro que el tiempo se detiene. Sus ojos se agrandan, toma una respiración profunda, y por un segundo siento que me desnuda con la mirada. Tengo 22 años, y aunque suelo salir con chicas de mi edad, esta tiene algo diferente. No es solo su belleza; es la intensidad, como si estuviera a punto de devorarme o de echarme un balde de agua fría. Cruzo los brazos, esperando que baje el tono, pero ella lame sus labios, y mi mente traicionera ya está imaginando cosas que no debería. Mi cuerpo reacciona, y tengo que ajustar mi postura para disimular la evidencia.

—Voy a llevar estos discos a su lugar, Gabriel —dice Karla, claramente incómoda por el silencio tenso que se ha formado.

Luc no me quita los ojos de encima.

—Pinches perras —sisea Margarita, y esta vez Luc reacciona.

Sale de su trance y le lanza una mirada fulminante.

—Claro, a mí me gusta ladrar, pero tú te arrastras sacando la lengua —responde Luc, con una mezcla de sarcasmo y veneno.

No puedo evitar reírme, y Karla suelta una carcajada.

—¿Qué dijiste, aniñada? —revira Margarita, poniendo una mano posesiva en mi brazo.

Aquí vamos de nuevo.

—Margarita —retiro su mano con firmeza—, ya hemos hablado de esto.

—Gracias por todo, Gabriel —interrumpe Karla, intentando apagar el fuego—. Nos vamos.

—Gracias a ustedes por el espectáculo —respondo, guiñándole un ojo a Karla.

Luc me lanza una última mirada, suspira y se da la vuelta. Y sí, no puedo evitar notar que también tiene un trasero espectacular.

—¡Eres de lo peor! —exclama Margarita, cruzándose de brazos.

Mi mirada recorre su cuerpo por inercia, recordando las veces que la vi sin ropa, pero me detengo antes de que ella lo note.

—Son solo unas chicas coqueteando. No se me puede culpar por mirar —respondo, encogiéndome de hombros.

—¡Eres mi gallo! —grita Esteban, otro compañero, dándome palmadas en la espalda—. Esas dos están buenísimas. No las dejes ir, Gabriel. Ataca, ataca y nunca claudiques. Si todo sale bien, en unas horas estarémos en una orgía de tres para dos, mordiendo pezones.

—¡Asqueroso! —lo corta Margarita, pasando a su lado con un bufido.

—Celópata —responde Esteban, riendo.

Niego con la cabeza, pero no puedo evitar sonreír. Esteban es un exagerado, pero su energía es contagiosa. Me estiro, agotado. Ha sido un día largo, y lo único interesante hasta ahora ha sido esa interacción con Karla y Luc. Decido tomar un respiro.

—Saldré un momento, Margarita. Avísale a Carlos —le digo, sin esperar su respuesta.

Esteban me sigue, y nos dirigimos a la sombra de un árbol fuera de la tienda. Le pido un cigarrillo.

—Quiero dejarlo, lo sabes. Solo fumo para liberar tensión —explico, encendiendo el cigarro y dando una calada profunda.

—Tuviste un día difícil, ¿eh? —pregunta Esteban, que conoce mi aversión al tabaco.

—Ni que lo digas. Me gustaría volver a la universidad. Solo me faltaban dos semestres para graduarme de ingeniero. Pero aquí estoy, atrapado en esta tienda porque mi papá no puede lidiar con su m****a.

Esteban asiente, y yo descargo mi frustración. Mi padre, Gonzalo, está en una espiral autodestructiva desde que mi hermano Miguel salió del clóset. Lo echó de casa, como si ser gay fuera un delito. Ahora actúa como adolescente, trayendo mujeres a casa, descuidando los negocios y su salud. Yo, el idiota de 22 años, estoy aquí sosteniendo todo: la tienda de discos, la contabilidad del restaurante, y pronto, si me descuido, la academia de baile. Todo porque quiero asegurarme de que Miguel no pase hambre, aunque eso signifique pausar mi vida.

—No es justo —le digo a Esteban, dando otra calada—. Mi papá actúa como si Miguel hubiera muerto, cuando solo está viviendo su verdad. Me avergüenza su homofobia, no mi hermano.

—Tu papá es de otra época, Gabriel. Cree que ser gay es un pecado mortal —responde Esteban, encogiéndose de hombros.

—Es un homofóbico de m****a —replico, apretando la nariz—. Estoy sacrificando mi carrera porque él no puede madurar. Y mientras, Margarita me hace la vida imposible en el trabajo.

—Esa piraña es un problema —dice Esteban, riendo—. Temo que un día te dispare gritando “si no eres mío, no eres de nadie”.

—Gracias por el consuelo —respondo con sarcasmo, apagando el cigarro.

Regreso a la tienda, pero mi cabeza está en otra parte. La vida que tenía hace meses —la universidad, las fiestas, los sueños de ser ingeniero— parece un recuerdo lejano. Ahora vivo en un limbo, atrapado entre los dramas de Margarita, las responsabilidades de mi padre y la necesidad de proteger a mi hermano.

Esa noche, en casa, la situación no mejora. Entro y encuentro a mi papá en el sofá, desnudo, con una chica que apenas parece mayor de edad. Gime con exageración, y yo solo quiero desaparecer.

—Pensé que hoy haríamos la contabilidad del restaurante —digo, haciéndole notar mi presencia.

Mi padre se sobresalta, y la chica, avergonzada, empieza a vestirse torpemente.

—¿Siquiera es mayor de edad, papá? —pregunto, sin esperar respuesta.

Subo a mi habitación en la azotea, agarro la carpeta con las cuentas y me encierro. Me ducho, me pongo el pijama y me sumerjo en los números. Soy bueno con ellos, pero cada cálculo es un recordatorio de lo lejos que estoy de mi carrera.

Entonces, mi celular vibra. Un mensaje de Margarita: Ahora que estoy sola en mi habitación, solo pienso en ti, en tus manos, en tus caricias. Te extraño en mi cama, Gabriel, y sé que tú también”. Borro el mensaje de inmediato. ¿Cómo m****a consiguió mi nuevo número? No quiero cambiarlo otra vez. Dos minutos después, otro mensaje: “¿Ver una foto mía te emocionaría?”. Respondo, harto: “No, solo quiero que pares”.

Justo cuando pienso que la noche no puede ponerse más extraña, llega un mensaje multimedia de un número desconocido. “Estoy segura de que la francesita no las tiene así, esto es lo que perdiste, ¿te gusta lo que ves, Héctor?” Mi curiosidad me gana, y abro la imagen. El wifi es lento, pero cuando la foto carga, mi mandíbula cae. Son dos pechos perfectos, firmes, con un lunar rojo en el izquierdo que parece un guiño del destino. El flash borra el rostro, pero el cabello castaño cayendo sobre un seno me da una pista: es Luc, la chica histérica de la tienda. Mi cuerpo reacciona al instante, y una erección incómoda me obliga a ajustarme.

Muerdo mi labio, debatiendo qué hacer. Es un error, claramente no era para mí, pero no puedo ignorar lo que veo. Respondo con una mezcla de sinceridad y picardía: “No conozco a ninguna francesa, no soy Héctor. Pero me gusta lo que veo, muñeca”. Luego, en un impulso que no sé si es genial o estúpido, envío una foto de mi entrepierna, dejando claro el efecto que tuvo en mí. “Esto es la prueba de que me gustó lo que vi. No creo que una francesa desabrida tenga mejores atributos que tú”.

Me río solo, pero la adrenalina no me deja en paz. Me meto a la ducha otra vez, con agua fría, intentando calmarme. No funciona. Mi mente sigue en esa foto, en esos pechos, en la posibilidad de que Luc no sea solo una fantasía fugaz. Cuando salgo, otro mensaje de Margarita: una selfie suya en la cama, mostrando sus pechos pequeños y separados. No me interesa. Borro la imagen sin pensarlo. Pero la de Luc… esa la guardo, aunque sé que es un riesgo. No quiero una “colección privada” que me meta en problemas, pero algo en mí no quiere soltar ese momento.

Me recuesto, mirando el techo. Mi vida es un desastre: una exnovia psicópata, un padre en crisis, un hermano al que extraño, y una carrera en pausa. Pero esa foto, ese instante, me recuerda que aún hay chispas de vida en este caos. ¿Qué hago con Luc? ¿La busco, le hablo, o dejo que este error se desvanezca? Por ahora, solo sé una cosa: esta noche, por primera vez en meses, siento algo más que frustración. Siento deseo, curiosidad, y quizás, solo quizás, una oportunidad.

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