Estoy sentado en la acera frente a la academia, con un cigarrillo entre los dedos, tratando de apagar el ruido en mi cabeza. La tienda, las deudas de mi padre, el drama con Margarita, y ahora Luciana, con sus fotos que me tienen al borde de la locura. Pero lo que más pesa hoy es Miguel. Mi hermano, mi pequeño desastre, acaba de contarme cómo su vida se fue al carajo en un solo día, y yo, como siempre, trato de ser su ancla. No es fácil. No cuando nuestro padre, Gonzalo, es un huracán que destruye todo a su paso.—Hey, cambiando de tema, aún no me cuentas cómo te corrieron de la casa y del trabajo el mismo día —le digo, tratando de sacarlo de su silencio.—Gabriel, no es buen lugar para hablar de eso —responde, evasivo—. Dejémoslo así.—Puedes contar conmigo —insisto, mirándolo fijo. Sé que está herido, y no quiero que se guarde todo.—Ya lo sé, pero es largo y espinoso. No creo que tengas tiempo para aventártelo.—No importa lo espinoso, tengo tiempo de sobra.Miguel suspira, cruza lo
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