Estoy hecha un desastre, sudando como si hubiera corrido un maratón en el Sahara. La clase de salsa con Jorge fue una montaña rusa: primero, me liberó, me hizo olvidar el drama con Héctor y esa traidora de Carolina. Pero luego, estar a dos centímetros de Miguel, con esos ojos azules que parecen desnudarte, y darme cuenta de que él tiene mis fotos… Dios, eso me puso en un estado que no sé si es vergüenza o puro fuego. Busco mi botella de agua en la mochila y bebo como si mi vida dependiera de ello. Limpio el sudor con una toalla, respirando hondo, pero mi cuerpo no se calma. Estoy agotada, pero también… caliente. Debería sentirme mal por excitarme así por un chico, pero, ¡hola! Si los hombres andan con erecciones cada cinco minutos y nadie los juzga, ¿por qué no puedo yo sentir este cosquilleo y gritarlo al mundo? Igualdad de género, ¿no?
Siento a alguien detrás de mí y me giro. Es Ivania, que, no sé cómo, ya está maquillándose después de sudar como loca. ¿En serio? Hago una mueca de asco. Es tan antihigiénico que me da escalofríos.
—¿Por qué esa cara, francesa? —pregunta, mientras pasa el corrector bajo sus ojos como si fuera a una gala.
—Nada, es solo que… —empiezo, pero ella me corta.
—Dilo, anda, exprésate libremente.
—¿Cómo puedes maquillarte después de sudar como marrana? —suelto, porque mi filtro mental está de vacaciones perpetuas.
Ivania me mira como si quisiera arrancarme el cabello. Soy demasiado directa, lo sé. Mi boca siempre va más rápido que mi cerebro, y ahora parece que acabo de firmar mi sentencia de muerte.
—Me vale lo que pienses —responde, cortante—. Solo sé que el hijo del dueño está aquí, es increíblemente hermoso, y estoy dispuesta a arrastrarme para atraparlo.
La miro con una mezcla de incredulidad y desagrado. ¿Arrastrarse? Quiero gritarle que es una desesperada, pero me muerdo la lengua. Apenas.
—Entiendo tu deseo —digo, fingiendo calma.
—Ese hombre me excita, lo necesito urgentemente… —continúa, con los ojos brillando como si hablara de un trofeo.
—No creo que sea para ti —la interrumpo, y de inmediato me arrepiento.
—¿Por qué no? —pregunta, con un desafío en la voz.
—Porque… —bajo la mirada, buscando una excusa— es de esos chicos que son platónicos, no reales.
—¿Debe ser para ti porque le enseñaste tus bubis? —suelta, y sus ojos echan chispas.
Me quedo helada. Su rabia es como un puñetazo, y yo, que no sé pelear, siento un nudo en el estómago. No quiero una escena, pero mi boca traicionera no se calla.
—No le mostré mis bubis —miento—. No sabes qué pasó.
—¿Entonces nadie más puede ilusionarse con él porque lo quieres para ti? —insiste.
—No lo veas así —balbuceo.
—Quiero a ese chico y punto.
—¡Ok! Vi su pene, él vio mis tetas, y listo. Es para mí —suelto, y el silencio que sigue es ensordecedor.
Ambas nos quedamos en shock. Ella, porque no esperaba esa bomba. Yo, porque no puedo creer que haya dicho eso. No vi su pene, solo el bulto en sus pants, pero la idea de que Miguel sea “para mí” me llena de una adrenalina que me quema. ¿Desde cuándo soy tan posesiva? ¿Y por qué me gusta tanto?
—¡Perra de baldío! —escupe Ivania, apretando los labios.
Me lanza una mirada burlona y se va, con un contoneo que grita “te odio”.
Me encojo de hombros, tratando de restarle importancia. Miguel tiene algo que enloquece a todas, incluyéndome. No sé si es su sonrisa, sus ojos, o esa vibra de chico malo que parece natural. Saco una barra de granola de mi mochila y muerdo con fuerza, como si pudiera descargar mi confusión en ella. Las últimas chicas salen del salón, y Jorge se detiene en la puerta, mirándome con una sonrisa.
—Excelente baile, francesita —dice, y un hoyo aparece en su barbilla.
Es tan atractivo que quiero gritar “¡Sé mi amigo gay!”.
—Gracias, Jorge. Ya quiero saber qué sigue —respondo, emocionada.
Caminamos juntos, y me cuenta que mañana tengo clase con “la Dictadora”, la señorita Lara. Me río cuando se me escapa el apodo, y él enarca una ceja.
—No sabía que te gustaba el ballet —comenta.
—Me gustan casi todos los ritmos, hasta el reggaetón —admito, arriesgándome.
—¿Sabes? Soy colombiano, pero también me gusta ese baile exótico —dice, con un brillo en los ojos—. Creo que los hombres terminan con una erección después de bailarlo.
—Totalmente —respondo, riendo—. Quiero probarlo algún día.
—Entonces prepararé una clase de reggaetón, pero con una condición: no golpees a nadie —bromea, palmeando mi hombro.
Sonrío, ignorando el comentario. Quiero abrazarlo, pero me contengo. Soy patética. Justo cuando voy a decir algo más, una voz rasposa y melodiosa interrumpe desde la oficina del dueño.
—Jorge, ¿puedes venir a mi privado?
Me quedo paralizada. Esa voz es puro sexo, como si un dios del rock hubiera decidido hablar. Volteamos, y ahí está Miguel, recostado contra la pared, concentrado en su celular. Su cachete sigue rojo por mi bofetada, y me siento un poco culpable, pero también… intrigada.
—Estás sudada —dice Jorge, rompiendo el momento.
—Un poquito —respondo, aunque quiero decir “¿en serio?”.
Miguel levanta la vista y me sonríe. Mi vergüenza debería estar por las nubes, pero no. Me derrito. Jorge aclara su garganta, y Miguel lo mira.
—Vamos, Gabriel y yo necesitamos hablar contigo y la señorita Lara —dice.
—¿Gabriel? —murmuro, confundida. ¿Quién es Gabriel?
La Dictadora aparece, como invocada por el diablo, y me dice que practique mis vueltas. Busco al dueño de la voz sexy, pero no lo veo. Miguel me da otra sonrisa cortés, y mi corazón da un salto. Tenerlo de amigo debe ser una locura, con todas esas chicas revoloteando como moscas. ¿Cómo lidia con eso? Debe ser agotador, pero, maldita sea, lo vale. Jorge es atractivo, con un aire clásico, pero Miguel es magnético. Es hermoso, si es que los hombres pueden serlo.
—Señoritos Garza, ya estoy aquí —dice la Dictadora, lanzándome una mirada que grita “lárgate”—. Podemos comenzar, en un lugar más… privado.
Me siento ofendida. Sí, soy chismosa, pero no era necesario el golpe bajo. Jorge se despide con un “Que el resto de tu día sea maravilloso, muñeca”, y me guiña un ojo. Sonrío, notando que él también tiene un trasero espectacular. Era de esperarse, ¿no?
Llego a casa con ganas de meterme a la regadera y quitarme el sudor seco que mancha mi ropa. Pero mi plan se va al carajo cuando veo el auto de Héctor estacionado afuera. No pienso huir. Tomo mi dignidad, o lo que queda de ella, y entro. El olor dulzón de los perfumes de mi madre y Carolina me golpea como un martillo. Arrugo la nariz, aunque estoy acostumbrada después de diecinueve años. Mamá dice que es “elegante”, pero para mí es como inhalar un ambientador de tienda barata. Y, para rematar, en el sofá están Héctor y Carolina, acaramelados. Su mano está en la entrepierna de él, y juro que quiero vomitar.
—Qué lindo ver cómo Cabrolina está a punto de masturbarte en mi sofá, Héctor —suelto, con una calma que no siento—. Aunque me da pena por mi primita, que ya se dio cuenta de que necesita un sacacejas para lograr algo contigo.
Héctor se sonroja como tomate, y Carolina me fulmina con la mirada. Él se pone de pie, nervioso, jugando con sus manos. Es alto, fornido, con piel blanca y ojos negros. Un ropero con llavecita, como le digo. Era dulce, hasta que me puso los cuernos.
—Luciana, necesitamos hablar… —empieza.
—¿De verdad, Héctor? —lo corto—. Las últimas dos veces que te vi, estabas muy entretenido con Carolina. No hay nada que hablar. Vi lo que vi, y hace un rato lo confirmé. Estoy bien, sigue tu camino, y yo el mío.
—Prima, debes escucharlo… —interviene Carolina, con su español atrofiado.
La ignoro, paso una mano por mi frente sudorosa y suspiro. Estoy cansada, harta.
—Mira, Héctor, estoy feliz de no estar cortándome las venas por descubrirte con mi prima.
No volveré con alguien que tuvo su boca en la perfumada vagina de un familiar, ni con alguien cuyo pene es tan minúsculo como su cerebro, ni con alguien que no sabe qué es el respeto. No, gracias.
Héctor abre y cierra la boca como pez, y Carolina niega con la cabeza. Quiero acuchillarlos, pero me contengo. Los tacones de mi madre resuenan, and she appears in the living room.
—¿Sucede algo? —pregunta mamá, y quiero golpear a Héctor por sonrojarse.
Anastasia es hermosa, un prototipo de la belleza francesa: alta, cabello cenizo, lacio y largo; sus ojos son como los míos, pero en ella lucen perfectos, tan claros como su cabello. Parece una modelo. Lo único que me dio de sus genes fueron los ojos, la estatura y la complexión. No me quejo, soy atractiva, pero quisiera ser deslumbrante como ella.
—No, mamá, nada —respondo—. Solo aclaramos que Héctor y yo no somos novios, ni ahora ni nunca.
Mamá nos mira, encoge los hombros y se va a la cocina, evitando meterse en “babosadas de adolescentes”, como las llama. Me giro hacia Héctor.
—Espero que Carolina se deje seguir parchando en moteles baratos. Suerte, Campeón —le digo, mostrando mis uñas con un gesto sarcástico. Luego sonrío—. Por cierto, lo lamento.
—¿Qué lamentas? —pregunta, confundido.
—Que tu pene sea tan pequeño que me reiré de eso el resto de mi vida —guiño un ojo y subo las escaleras corriendo.
Me siento como una reina. Llego a mi cuarto, cierro la puerta y me deslizo hasta el suelo, apoyada contra ella. Minutos después, mi dignidad me lleva al sillón, donde me envuelvo en mi manta de la depresión. Aquí estoy, la chica que encontró a su novio de un año y dos meses con su prima y no ha llorado. No porque contenga las lágrimas, sino porque no siento que perdí algo valioso. Mi corazón no está roto, mi mundo no se derrumbó. Solo mi orgullo y dignidad están magullados, pero eso se está curando, porque creo que conocí al “pervertido” en persona.
El despertador marca las once de la noche. Mi celular vibra. ¡Oh, cielos! Sonrío como pervertida al ver un nuevo mensaje. Es una foto: él está sentado en una acera, piernas abiertas, un cigarrillo en la mano. No es explícita, pero es… caliente. Insinuante. Me encanta. “Sabes, ver a una muñeca de porcelana dar vueltas es entretenido, pero observar a una linda muñequita entallada bailar y no poder tocarla es frustrante.”
Respiro hondo, apretando el celular contra mi pecho. Mi piel hormiguea. No sé casi nada de este tipo, pero la intensidad que despierta en mí es nueva, adictiva. Quiero estar cerca de él, olvidar todo. Su frase, “no poder tocarla”, me hace perder el juicio. Tomo mi celular, enciendo la cámara frontal, cuadro el ángulo, muerdo mi labio inferior y disparo. La foto muestra solo mis labios, con el inferior atrapado entre los dientes. Perfecta. No puedo creer que siga este juego, pero, ¿a quién engaño? Claro que puedo. Lo que no creo es que esté haciendo esto con alguien cuya palabra “caliente” no le hace justicia. “Esa fue una buena vista” —escribo, y envío.